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Tribuna
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Un pacto sin garantías

Afirma el autor que lo que hace inviable el pacto es el clima en el que se plantea, por el temor provocado por el nacionalismo violento

Hce unos días, Pedro Ibarra publicaba en estas páginas un artículo que indagaba en las posibles repercusiones del pacto propuesto por el lehendakari sobre la violencia terrorista de ETA, suponiendo que ésta tendería a desaparecer en un escenario que acabaría admitiendo como mal menor. Decía Pedro Ibarra que si la propuesta fuera apoyada unánimemente por la sociedad vasca no cabría hablar de un precio político por el fin de la violencia, ya que lo aprobado sería la consecuencia de la voluntad de la población y no de la presión de ETA. Sin embargo, reconocía el autor que la ausencia de dicha unanimidad plantearía la cuestión de una posible transacción indigna en la que algunos verían cumplidas buena parte de sus aspiraciones a cambio de que otros perdieran parte de sus derechos, los de continuar rigiéndose por el actual Estatuto. Lo importante pues, concluía, es analizar si la propuesta de Ibarretxe podría o no poner en peligro los derechos de una parte de la ciudadanía, tarea a la que dedicaba la última parte del artículo, concluyendo que el nuevo estatus de cosoberanía no tendría, en sí misma, por qué afectar negativamente a los derechos políticos y sociales de nadie.

El plan de Ibarretxe provoca temor en muchos sectores, en relación con sus derechos políticos
Otra cosa sería si el PNV hubiera alertado a sus bases para impedir esas intimidaciones
La propuesta se ha planteado y anunciado, sin consultas ni conversaciones previas

Comparto con Pedro Ibarra su impresión sobre la pobreza argumental de no poco de lo dicho y escrito contra el Plan Ibarretxe, tanto desde partidos políticos como desde algunos medios de comunicación. Porque si, efectivamente, el mismo garantizara un consenso mayor que el Estatuto, la aceptación natural de las identidades compartidas y la plena protección de todos los derechos políticos, culturales y sociales de la ciudadanía vasca sin excepción, no habría motivo para tanto ruido. Estaríamos ante una propuesta capaz de satisfacer la voluntad de la mayoría -regla de oro de la democracia-, y ello sin menoscabo de los derechos que asisten a las minorías -regla no menos importante que la anterior-. Las voces que se oponen a la propuesta porque no encaja en la actual Constitución, o porque creen que el Estatuto es el único punto de encuentro posible entre los vascos, quedarían descalificadas, ya que aquélla podría representar un punto de encuentro más sólido, y no hay nada que impida reformar la Constitución.

Ahora bien, ¿es ese el escenario que se atisba en la propuesta? Una lectura en positivo de la misma podría, tal vez, dar lugar a esa interpretación. Sin embargo, más allá de lo que dice literalmente, el plan de Ibarretxe provoca temor en muchos sectores, en relación con sus derechos políticos, culturales o lingüísticos. En definitiva, se trata de un pacto que, para bastante gente, no ofrece garantías. Y ahí es donde radica mi principal discrepancia con el artículo de Pedro Ibarra. ¿Cuáles son las causas de dicho temor? En mi opinión, son varias y de distinta naturaleza. Veamos.

En primer lugar, está la manera en que se ha planteado y anunciado la propuesta, sin consultas ni conversaciones previas. No parece lógico, si se quieren ganar amplias adhesiones, proponer un diseño tan acabado, aunque se presente formalmente como abierto. En segundo término, tampoco generan confianza los exabruptos de líderes de partidos que sostienen al Gobierno, como el caso de Arzalluz, descalificando de forma brutal al presidente de Confebask por oponerse al plan de Ibarretxe. Desde luego, no es esa la mejor credencial para ir ofreciendo garantías de respeto a la pluralidad de la sociedad vasca. ¿Porqué debe pensarse que en el nuevo escenario dibujado van a respetarse las opiniones y las opciones de cada cual, cuando no se respetan siquiera en la propia discusión del asunto?

En tercer lugar, tampoco contribuye a la credibilidad de la propuesta, la manera en que la misma ha sido interpretada por algunos líderes nacionalistas en lo referente al 'diseño del Estado plurinacional'. Hay que reconocer, porque es de justicia, que el pacto propuesto por Ibarretxe avanza en ese sentido más que ningún planteamiento anterior del nacionalismo democrático vasco. En la propuesta se habla de un Estado plurinacional y no de constituir un Estado vasco.

Se insinúa el posible encaje de este planteamiento en una suerte de 'federalismo asimétrico', y se propone la necesidad de encontrar fórmulas que impidan 'la restricción, modificación, o interpretación unilateral del pacto suscrito'. Sin embargo, para mucha gente, todas esas palabras se las lleva el viento cuando viene la señora Begoña Errazti -y no ha sido la única- a explicarnos que, en realidad, lo que propone Ibarretxe no es sino un paso para la independencia. Y, en cuarto lugar, hay que mencionar la desconfianza que genera la inscripción del plan del lehendakari en los derechos históricos de un 'Pueblo Vasco' preexistente, y no en los posibles deseos mayoritarios de la ciudadanía vasca de hoy. Se trata de algo que, no por repetido hasta la saciedad, tiene menos importancia. Ya es hora de que el futuro de la nación vasca se contemple desde los valores cívicos, y no desde unos derechos originarios que cada cual podría fechar allá donde le convenga para su proyecto político.

Pero, además de todo lo anterior, creo que lo que hoy hace inviable el pacto propuesto es el clima político en el que se plantea, caracterizado por el temor provocado por el nacionalismo violento, y en el que parte de la ciudadanía no vislumbra unas garantías mínimas de cara al futuro. Y no me refiero sólo a la violencia de ETA, pues podría argumentarse que la misma tendería a desaparecer en un nuevo escenario político.

Me refiero sobre todo a la negación de los derechos de la gente que está presente desde hace algunos años en los mensajes y las actitudes de buena parte de la denominada izquierda abertzale. Vivimos, en efecto, en un contexto en el que, más allá de la violencia terrorista, la imposición de un modelo de país se ha convertido en algo habitual, sin que el nacionalismo democrático se haya caracterizado por acudir a salvaguardar los derechos que pretenden violarse día a día. Cuando en muchos sitios de Euskadi la gente tiene que vivir entre inscripciones en las que se pide 'kaña a España' y 'muerte al español'; cuando las pancartas ensalzando a personas condenadas por asesinato decoran las calles y hasta las fachadas de edificios públicos; cuando en nuestras carreteras se borran los letreros escritos en una de nuestras dos lenguas oficiales; cuando sucede todo eso y nadie parece poder o querer evitarlo -incluído el nacionalismo democrático- es lógico que el miedo y la desconfianza se instalen en parte de la población.

Otra cosa sería si el PNV -el único que podía realmente hacerlo- hubiera alertado a sus bases para impedir esas intimidaciones y agresiones. Si los batzokis estuvieran movilizados para defender los derechos políticos y lingüísticos de todas las personas. Si en nuestras calles hubiera más propaganda a favor de los derechos humanos que a favor de la muerte. Si se hubiera visto el coraje y decisión suficientes para tomar la calle en defensa de la dignidad humana.... De haber sucedido eso, la población vasca no nacionalista habría visto en el PNV a un firme defensor de sus derechos, sin preocuparle tanto el avance hacia nuevos escenarios de autogobierno.

Decía hace unos días en estas mismas páginas Jose María Ruiz Soroa que 'el miedo de los no nacionalistas no es tanto a la independencia de Euskadi en sí misma, como a vivir en una Euskadi homogénea'. Esa es probablemente una de las claves del asunto, que el PNV no ha sabido o no ha querido ponderar en su trayectoria más reciente. Da la impresión de que la beligerancia del PNV y de sus bases sociales hacia el mal llamado 'mundo radical' se difuminó al día siguiente de la caída del muro de Berlín. Pareciera que lo que más preocupaba era el componente de izquierdas de un sector de Herri Batasuna con cierta influencia en diversos movimientos sociales. Porque, desaparecida esa componente, comenzó a plantearse que la discrepancia estaba en los medios, pero no en los fines.

Ya no había necesidad de movilizar a los batzokis frente a los obreros de Nervacero o frente a los manifestantes antinucleares. La llamada izquierda abertzale era ya sólo eso, abertzale, abrazando la causa del nacionalismo más retrógrado, y haciendo del insulto a lo español y de la defensa de las esencias patrias su principal razón de ser. A partir de ahí, la desmovilización de las bases nacionalistas democráticas ante las llamadas a la homogeneización lingüística o cultural, ante las agresiones al pluralismo, ante el silencio impuesto a mucha gente, ha sido clamorosa. Como la diferencia estaba sólo en los medios, el enfrentamiento con los violentos y su entorno pasaba a ser una tarea exclusiva de la Ertzaintza, sin que muchas gentes visualizaran al PNV -y mucho menos a sus actuales dirigentes- como un partido capaz de defenderles.

Y así las cosas, para muchas personas, el Estado español y los partidos que lo defienden se han convertido en el único paraguas en el que creen poder resguardarse, con independencia de su mayor o menor afinidad ideológica respecto a ellos.

Por ello, es bien difícil que la propuesta de Ibarretxe pueda romper con la desconfianza arraigada en buena parte de la sociedad, mientras no ofrezca garantías mucho más sólidas, comenzando por una defensa real, día a día, del pluralismo y la diversidad cultural de nuestra sociedad, que va mucho más allá de la acción específica de la Ertzaintza contra la violencia terrorista. Tiene razón el lehendakari cuando insiste en los positivos efectos del autogobierno sobre el bienestar de la sociedad. De hecho, muchas de las políticas puestas en marcha por las instituciones vascas a lo largo de los últimos años (sanidad, educación, bienestar social, drogodependencias, solidaridad internacional...) han sido tomadas como modelo por otras comunidades autónomas.

No le falta razón tampoco a Ibarretxe cuando reclama mayores cotas de autogobierno para poder sacar partido a las enormes potencialidades existentes en la sociedad vasca de cara a un desarrollo humano sostenible. Además, ello está en sintonía con el debate teórico existente en todo el mundo sobre la manera de enfrentar los retos del desarrollo en la época de la globalización, en la que los Estados-nación han dejado de representar la esperanza emancipadora de otros tiempos, y también con los debates que, poco a poco y pese a las resistencias de los Estados, se van abriendo paso en la Unión Europea.

Pero todas las bondades de un mayor autogobierno quedan oscurecidas por la vivencia cotidiana de la persecución política, la exaltación de la violencia, la negación del pluralismo, y el intento de imponer la homogeneización cultural, generándose todo tipo de sombras sobre un futuro que se presume incierto y sin garantías. Ante esa situación, el Estatuto y la Constitución se interiorizan por no poca gente como única salvaguarda de sus derechos e incluso, en ciertos sectores que querrían más autogobierno, como un marco que no es el deseado pero que, hoy por hoy, puede ser arriesgado traspasar.

Es evidente que la propuesta de Ibarretxe ha sido manipulada por algunos, y utilizada en ocasiones no para hacer política no nacionalista, sino para reforzar el nacionalismo español. En mi opinión, el pacto planteado podría haber servido para poner sobre la mesa la cuestión de las garantías, dando al debate un giro más constructivo, y más eficaz en la lucha contra la violencia, la intolerancia y la imposición.

Pero, desgraciadamente, los responsables políticos -de todos los colores- no parecen dispuestos a entender que sólo existe una salida para este país: la de respetar la voluntad de la mayoría, asegurando al mismo tiempo la protección plena de los derechos de las minorías. Por ello, en las actuales circunstancias, el pacto propuesto por el Lehendakari no podrá prosperar pese a los aspectos positivos contenidos en el mismo.

Koldo Unceta es profesor de la UPV/EHU.

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