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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Giscard, la UE y Turquía

El rechazo público de Valéry Giscard D'Estaing al ingreso de Turquía en la Unión Europea ha sacudido las relaciones siempre cargadas de ambigüedades entre Bruselas y Ankara. El presidente de la Convención Europea sostiene que Turquía, candidato oficial a entrar en la UE desde 1999, no es europeo, ni geográfica ni sentimentalmente, y entiende que su entrada acarreará el final de la UE tal y como la conocemos. A juicio de Giscard, quienes apoyan la incorporación turca quieren dinamitar el proyecto de una Europa cohesionada y con un firme proyecto político. De sus declaraciones se han distanciado inmediatamente los órganos rectores de la UE, que han acusado al ex presidente francés de extralimitarse en sus funciones. Los Quince tienen pendiente, en su reunión de diciembre en Copenhague, la fijación de una fecha con Ankara para abrir las negociaciones.

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El debate sobre la identidad cultural y religiosa de Europa ha irrumpido así bruscamente en la Convención y reactiva de paso la polémica entre dos corrientes ideológicas: los laicos y los partidarios de una referencia a su herencia cristiana en la futura Constitución. El catalizador ha sido la arrolladora victoria en Turquía de un partido de raíces islámicas, Justicia y Desarrollo, aunque con un programa laico y europeísta. Su líder, Recep Tayyip Erdogan, se ha apresurado a minimizar la diatriba de Giscard, que considera un desahogo emocional. Las opiniones del ex mandatario francés, sin embargo, son compartidas por líderes políticos de su país, por no pocos dirigentes europeos y por algún partido relevante, como la democracia cristiana alemana, que hace meses formuló apreciaciones semejantes por boca de su jefe, Stoiber.

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El vuelco político turco representa para la UE la hora de la verdad, la de decidir si la Turquía real que acaban de mostrar las elecciones es aceptable como socio de un club, en trance de ampliación, y que cuenta entre sus miembros con algunos que invocan para la futura Constitución una mención explícita a sus orígenes cristianos. El Papa se lo pidió formalmente a Giscard en su entrevista del mes pasado.

La inclusión de una referencia al cristianismo como esencial para la identidad de Europa, en el momento en que intenta escribir su propia carta magna, es un mensaje inequívoco de discriminación para los varios millones de musulmanes que viven en el espacio europeo como ciudadanos de pleno derecho y están integrados en sus respectivos países miembros o candidatos a la UE ampliada. Pero es mayor todavía el desafío que plantea la cuestión turca, ya que mientras el cristianismo occidental ha evolucionado lo suficiente para permitir gobiernos laicos y un pensamiento secular independiente, el universo musulmán nunca ha separado religión y gobierno. Creer a Edorgan, ahora, es todavía un salto de fe.

El destino de Turquía pone también sobre el tapete la cuestión de las fronteras europeas y la expansión ulterior de la UE. ¿Serán criterios geográficos o políticos o una mezcla de ambos los que determinen futuras incorporaciones? Si la UE va a pasar de 15 a 25 y quizá a 30 miembros con las ex repúblicas yugoslavas, ¿por qué no más? Si Ankara obtiene el beneplácito, no hay que descartar que Rusia, Israel o Marruecos llamen a la puerta del club. ¿Será éste el mismo proyecto político ideado por sus fundadores? Las preguntas, por incómodas que resulten, son parte indisociable de la misma dinámica de una organización cuyos creadores no definieron geográficamente ni estaba pensada para resolver los problemas del siglo XXI.

Este país que sigue llamando a las puertas de Bruselas es miembro de la OTAN, aliado básico de EE UU y de Occidente y pivote militar en el caso de un ataque contra Irak. Ankara está empeñada en unas reformas políticas y económicas, todavía en fase inicial, destinadas a acompasarse a los estrictos criterios de admisión de la UE, comenzando por su plena democratización y el escrupuloso respeto de los derechos humanos, algo todavía distante y que Erdogan reafirma como prioritario.

Capitaneada por una minoría proeuropea, Turquía se ha esforzado por avanzar en los criterios fijados en Copenhague para recibir nuevos socios. Parece que ha pasado el tiempo de echarse para atrás. Es comprensible que algunos líderes de la UE prefirieran como interlocutores a los políticos laicos en vez de al jefe de un partido musulmán, pero las realidades deben ser lidiadas como son. La plena incorporación no es fácil ni está inscrita como inevitable. Pero Turquía debe encontrar un camino posible si cumple las condiciones generales en materia de democracia y desarrollo económico. La UE no puede darle con la puerta en las narices.

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