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No da más de sí

La bajísima natalidad en España es un indicador de malestar social, atribuible a causas específicas de nuestro país y no sólo a otras más generales y compartidas con los demás países de nuestro nivel de desarrollo. Lo cierto es que el caso español es tan llamativo que debería plantear algún debate serio que trascendiera las espasmódicas ofertas de planes y leyes a que nos tienen habituados los responsables públicos.

La Encuesta de fecundidad de 1999 confirmó la caída de la natalidad que se ha producido en España desde 1976. Los datos son que en 1970 la media era de 2,24 hijos por mujer; en 1995, de 1,25; en 1997, de 1,10, y en 1999, de 1,07. Tenemos varios récords: junto a la natalidad más baja del mundo, las españolas son las europeas que más tarde tienen a su primer hijo -29 años de media, dice una encuesta de Eurostat publicada el mes de octubre-. Lo curioso es que también dicen las encuestas que en la actualidad hay muchas personas, mujeres y hombres, que, deseando tener hijos, alguno o varios, y tenerlos en un momento determinado, definitivamente no los tienen, o no los tienen cuando querrían.

Tendencias globales aparte, aquí nos está pasando algo más. Tiene que haber factores que expliquen por qué en un país de cultura 'familista', donde se valora tener hijos, un país en ese sentido 'del sur', donde la gente dice, cuando se le pregunta, que le gustaría tener el doble de hijos de los que tiene, estamos como estamos.

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Deducción automática y clásica: la incorporación de la mujer al trabajo; el incremento de la actividad laboral femenina corre parejo con la decreciente natalidad. Bueno, pues sí. Es una explicación necesaria, pero manifiestamente insuficiente. Resulta que, por ejemplo en Suecia, uno de los países con la tasa de actividad femenina más alta de Europa, un 72% frente al 38% de España, la fecundidad es mucho mayor: 1,8 hijos por mujer. Al hablar de la escasez de niños en España estamos apuntando a una señal de alarma que se ha disparado hace tiempo.

Pero hay otras: alrededor de 4.700.000 personas son mayores de 70 años, según datos publicados por el INE en junio de este año. En nuestro país hay más de 3.500.000 personas con alguna discapacidad, lo que supone el 9% de la población española en su conjunto. España cuenta con, aproximadamente, 200.000 plazas de asistencia en residencias públicas, 10.000 en centros de día, 120.000 de asistencia a domicilio y 80.000 de teleasistencia. Con estos servicios no es posible atender a las 1.685.140 personas que precisan ayuda porque tienen una dependencia severa. Se está muy lejos de la media de la Unión Europea, donde los servicios públicos ayudan a un 25% de la población de más de 65 años. La escasa oferta de servicios sociales en este ámbito, y en otros, como escuelas infantiles, programas de ocio y tiempo libre en los colegios (¿han comparado los responsables públicos la diferencia entre los horarios laborales y escolares, entre el calendario escolar y el calendario laboral?), se suple con el esfuerzo de las familias, o lo que es lo mismo, de las mujeres, que son todavía, y de una forma mayoritaria, las que se ocupan de los niños, de los mayores y, en general, de las personas dependientes en el ámbito familiar.

Esto no es una impresión subjetiva ni parte de un posicionamiento ideológico, es simplemente la constatación de una realidad. Una realidad que varía muy lentamente, porque la incorporación de la mujer al trabajo asalariado es mucho más rápida que la de los hombres a compartir las responsabilidades familiares y domésticas.

Además del envejecimiento de la población, hay otros factores que están sobrecargando y rompiendo la capacidad estabilizadora y de solución de problemas que han demostrado las familias españolas hasta ahora. El Consejo Económico y Social (CES), órgano consultivo del Gobierno, ha aprobado el 23 de octubre un informe que dice que, si la generación que ahora tiene entre 45 y 50 años se fue de casa a los 20 o 25 años, en la actualidad los jóvenes de 25 años no lo harán hasta los 30 o 35 años. La formación de familias se está retrasando por el precio de la vivienda y por la precariedad en el empleo de los jóvenes; la sobrecarga de las familias de origen está aumentando, porque estos ¿jóvenes? de 25 y 30 años no se pueden independizar. Aunque quieran. Como muchos también quisieran tener hijos.

La familia ha tenido en España un papel importante de cohesión social ante situaciones de crisis económica o de desempleo, debido a su capacidad para sumar rentas esporádicas o insuficientes de forma que se garantice la continuidad del núcleo familiar y su papel como suministrador de servicios (vivienda, alimentación, cuidados) que sus componentes no pueden conseguir en el mercado. Muchos de esos servicios, incluyendo lo que los anglosajones llaman loving care, el cuidado que la familia proporciona a sus miembros en situación de dependencia, sean éstos niños, mayores o enfermos, son tareas que, en realidad, mayoritariamente han hecho y siguen haciendo las mujeres.

Lo que está pasando ahora es que, ante la situación de mayores demandas y exigencias, y de una escasez de recursos evidente, las mujeres y las familias ya no pueden resolver los problemas: las señales de alarma se encienden cada vez con mayor nitidez, y van desde la escasez de nacimientos hasta las noticias de ancianos que mueren solos y que con tanta frecuencia aparecen en la prensa.

Sociólogos como Gosta Esping Andersen han puesto de manifiesto que en los países de la Europa meridional los poderes públicos han hecho un esfuerzo de gasto muchísimo menor respecto a la familia que en los países sin estructuras familiares fuertes, como los de la Europa central y noroccidental.

Un caso paradigmático es España. Aquí, los servicios asociados al llamado cuarto pilar del Estado de bienestar se empezaron a desarrollar mucho más tarde que en los países de nuestro entorno. La carencia de un sistema de protección social en este sentido (escuelas infantiles, programas de ocio y tiempo libre, de cuidados para personas dependientes, ayuda y asistencia domiciliaria, etcétera) se amortiguaba porque también la tasa de actividad femenina era más baja, y por la fortísima cultura de solidaridad familiar, de la que en este ámbito de las responsabilidades familiares son operadoras las mujeres. Pero la proporción de mujeres incorporadas al mercado de trabajo crece ininterrumpidamente, y esto no se corresponde con una incorporación en paralelo de los hombres a las responsabilidades familiares, ni, desde luego, o más bien al contrario, con un incremento de las políticas de apoyo.

Es bien conocido el informe de Eurostat que analiza la protección social en Europa, y en el que España ocupa el penúltimo lugar, sólo por delante de Irlanda. España es el país que menos gasto social dedica a la familia, con cuatro veces menos presupuesto que la media europea, 27 billones de pesetas menos. Si nos centramos en las tendencias, durante los últimos años, la brecha se acrecienta, no se acorta. Se ha producido un retroceso con respecto a los proyectos de los Gobiernos del PSOE anteriores a 1996.

En noviembre del año pasado el Consejo de Ministros aprobó el llamado Plan Integral de Apoyo a la Familia, que a su vez hacía referencia a un Plan de la Vivienda y a la pomposamente denominada Ley de Conciliación de la Vida Laboral y Familiar. Todo ello, como de costumbre, sin dar a conocer la dotación presupuestaria para estos planes. El Ministerio de Trabajo ha anunciado recientemente la promulgación de tres nuevas leyes de ayuda a las familias. Mientras tanto, a pesar o quizás precisamente por tantos planes y leyes, cualquiera -y desde luego las mujeres- sabe los equilibrios que hay que hacer para compaginar el trabajo y los horarios escolares de los niños; para resolver los problemas de los abuelos que ahora no se valen por sí mismos; la impotencia ante la falta de ayudas para afrontar una enfermedad crónica en la familia.

No basta un pacto de solidaridad entre hombres y mujeres: ha llegado la hora de exigir un pacto colectivo de solidaridad social para ayudarnos entre todos a ayudar a los que lo necesitan. Ya sabemos a lo que conduce el que cada uno se las apañe como pueda: solamente se las apañan unos pocos. No es sólo un problema de recursos, es, sobre todo, un problema de modelo social y de soluciones políticas imaginativas, que no imaginarias o de simple propaganda.

Y es que probablemente ésta sea la última generación de mujeres dispuestas a cubrir con el sacrificio de sus proyectos vitales individuales la intolerable carencia de servicios sociales. La formación de las jóvenes de hoy no contempla ya, ni lo hará nunca más, un proyecto de vida basado en la tradicional cultura femenina de la abnegación.

Esta situación no da más de sí.

(*) Firman también este artículo: Cristina Alberdi, Inés Alberdi, Carmen Alborch, Duca Aranguren, Milagros Candela, Elvira Cortajarena, Patrocinio de las Heras, Rosa Escapa, Pilar Escario, María Teresa Gallego, Teresa Riera, Marta Rodríguez Tarduchi, Amparo Rubiales, Ana María Ruiz Tagle y Françoise Sabah.

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