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Columna
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Ambulancias asesinas

A veces se oían gritos en mitad de la noche, gritos desesperados que sonaban a cristales rotos o maderas astilladas; otras veces se escuchaban sirenas, pasos nerviosos sobre las aceras vacías o frases sueltas de alguna conversación: no está bien, aún tiene dolores, el cuarto es grande, he dormido en el sofá, está sufriendo mucho... Juan Urbano vivía junto a un hospital y estaba familiarizado con el dolor, conocía esa cara oculta de la realidad que se esconde al otro lado de las puertas de los sanatorios, el mundo de las agujas, los quirófanos, las placas de rayos X, las sondas, las botellas de oxígeno, la sangre derramada, los órganos cortados, las horas sin sueño, la piel cosida. Juan conocía muy bien todo eso; él mismo y algunos miembros de su familia habían estado ingresados varias veces y, como espectador, lo vivía a diario: su calle era un lugar anfibio, la encrucijada de la salud con la enfermedad; sus tiendas, farmacias y bares estaban llenos de médicos, celadores y enfermeras, de personas corrientes que se mezclaban en los comercios, los bancos o los restaurantes con esa otra gente vestida con batas blancas, zuecos y uniformes verdes. A menudo, Juan entraba a tomar un café o una cerveza a la cafetería de la clínica, observaba atentamente a los familiares de los enfermos, mujeres y hombres que combinaban ropa de calle y zapatillas o rebecas de andar por casa, que tenían rostros ensombrecidos y ojos agrietados, que hablaban de cualquier cosa con una sinceridad extraña, difícil de encontrar entre los sanos, los optimistas, los que aún no conocen el dolor.

Juan seguía con una mezcla de es indignante y es comprensible la huelga de los empleados de ambulancias que se sufría en Madrid y, como siempre, intentaba llegar a la raíz del problema. Poniéndose en los dos extremos de la cuestión, por un lado le parecía injusto que los conductores y camilleros de las ambulancias tuvieran un sueldo miserable de 600 o 700 euros al mes, y, por otro lado, le parecía una vergüenza que, una vez más, el paro afectase y castigara sobre todo a los enfermos, que miles de personas impedidas hubieran sido abandonadas como animales en medio de su angustia, despreciadas, según unos, por los servicios mínimos abusivos que quiso imponer la Comunidad de Madrid y, según los otros, por las actuaciones mafiosas de los piquetes, esas cosas capaces de transformar a un abnegado camillero en un matón de vía estrecha. Hay que ver.

Para Juan Urbano, el problema era el de siempre: el dinero, el maldito y todopoderoso dinero. ¿Por qué la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento y el Gobierno se gastan millones y millones de euros en obras innecesarias, monumentos imbéciles y ferias estúpidas y no los invierten en la sanidad pública? ¿Por qué hay dinero público para que Álvarez del Manzano lleve a su señora de viaje y no lo hay para que la Seguridad Social tenga una flota de ambulancias? ¿Por qué la Comunidad, como todo el PP, partido de las privatizaciones, le había entregado la gestión casi total de las ambulancias a la tal Unión Temporal de Empresas? ¿Por qué los trabajadores pagan sus cuotas a la Seguridad Social durante décadas y, cuando necesitan ser atendidos, la misma Seguridad Social se lava las manos: qué podemos hacer nosotros, hablen con los de la UTE?

El problema de muchos políticos es que la gente no les importa, por eso no les importa la sanidad pública y les duele perder dinero con ella. Juan Urbano, como tanta gente, lo tenía muy claro: cualquier servicio de primera necesidad debería ser siempre público, absolutamente público. Que ahorren en otras cosas, que dejen de vivir como reyes. ¿Daría marcha atrás la Comunidad y rescindiría de manera inmediata su contrato con la UTE? Hay Gobiernos, como el inglés, que lo han sabido hacer: primero privatizó la vía ferrea y, al ver los resultados desastrosos, ha vuelto a comprarla en su mayor parte. ¿Serían capaces estos políticos, o los nuevos que vengan, de hacerse cargo del dolor de sus ciudadanos, no sólo de su dinero y de sus votos? Por el momento, sólo eran capaces de quitarse los problemas de encima, vendérselos a otros, esquivar sus responsabilidades y seguir gastando millones en lo que no importa. Menudo mérito, convertir a las ambulancias en máquinas asesinas, y a los camilleros, en huelguistas desalmados. Menudo mérito.

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