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Columna
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Civismo

Al igual que hay organismos internacionales más o menos oficiosos que califican y clasifican los países según su grado de corrupción, solvencia financiera u otros parámetros, considero que también debiera existir un observatorio similar acerca del civismo que se practica, entendiendo por tal el gusto, respeto e incluso amor por la ciudad en que se vive. De haberlo, y caso de dictaminar sobre Valencia, me temo que sus vecinos, con sus beneméritas autoridades a la cabeza, no alcanzaríamos las mejores notas. Para constatar lo cual basta con andar, ver lo que hay y acontece por sus calles y plazas, ejercicio muy propio del viajero lúcido o del mero caminante pausado.

Por lo pronto -y sin que el orden de unas pocas impresiones connote su importancia-, al observador le chocaría, o acaso le espantaría, la peregrina idea de convertir la vía pública en una especie de puerco espín encrespado, de tanto pivote metálico y bolardo como jalonan las calzadas para impedir la invasión de los coches. Que se trate de una solución forzada por la enormidad del problema, homologable a la de otras urbes, no atenúa el déficit de civismo que se denuncia y que injuria particularmente sus espacios citadinos más venerables por históricos.

Al observador se le harían los ojos chiribitas ante la desmadrada instalación de cerramientos metálicos en balcones y terrazas, con el consiguiente afeamiento de las fachadas, cuyo diseño original debiera respetarse por constituir un derecho estético de la colectividad. Un capítulo que debería alcanzar asimismo a la profusión desafortunada -por cantidad y peor diseño- de las rotulaciones comerciales. Algo que dice mucho y mal acerca de la presunta aptitud artística de esta tierra y de la sensibilidad de los responsables municipales, pues no es impensable ni ha de ser imposible una ordenanza que acote el desmán.

Referirnos a las cacas de los chuchos es abundar en una maldición que, todo hay que decirlo, parece que se vaya atenuando. Empieza a ser frecuente que el amo recoja los excrementos del can -lo que no deja de ser una práctica tan plausible como asquerosa-, o que los perros se desahoguen en los alcorques, pero estamos muy lejos todavía de que la ciudad deje de apestar a meadas y deyecciones perrunas. Claro está que se necesitaría mucho coraje para plantar cara a la innumerable cofradía de los canófilos, tan susceptibles como a menudo incívicos.

No deben soslayarse otras lagunas de nuestra convivencia, como son el irritante menosprecio de la jardinería, por cuya extensión y mimo hay que felicitar a este ayuntamiento; el mal uso de los contenedores de basura, y nada digamos de la escasa propensión a clasificar los resíduos; la abusiva matraca que nos dan algunos conductores de la EMT con sus aparatos de radio y preferencias musicales, y etcétera.

No hemos hablado de ruidos, con las mil variantes que nos abruman, ni tampoco de la dudosa eficiencia y ecuanimidad sancionadora de la policía local. Baste decir que por todos estos déficit -y los que el lector agregue- uno puede llegar a añorar el rigorismo cívico de la calvinista Suiza y, por supuesto, echa de menos la institución del Sindic del Veïnat, una instancia que sacuda la galbana de los munícipes al tiempo que registra -para mortificarnos- las flaquezas de los administrados aquí y acullá.

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