El declive de una pesadilla
Pocos años después, ante el estupor de una sociedad estafada, el Partido Popular habría de recordar aquella fecha remota en que la acidez de su estrategia le llevó a alcanzar la mayoría absoluta
Las fotos que quedan
No es por nada si la foto trágica de Felipe González, cuando recién elegido presidente visita la Brunete Acorazada, resulta todavía inquietante al saltar estos días de conmemoración a las páginas de los diarios. Su reconcentrada expresión de invierno oscila entre la firmeza de gesto y el desamparo histórico de quien se sabe rodeado de tanquistas intranquilos. He ahí un carácter griego. En ese mismo instante, el entonces joven presidente -se nota, se siente- reafirma para sus adentros la voluntad de llegar hasta donde sea necesario a pesar de todos los galones. Es una de las fotos de la transición que mejor acierta a mostrar la resuelta obstinación democrática. La primera reinstauración del socialismo en España después de la guerra civil lo tenía todo en contra, excepto el entusiasmo de la calle, porque se producía no tanto a la espera de otro golpe militar como con el objetivo de liquidar lo que quedaba -que era mucho- del gran golpe del 36. Tanto, que bastó para tumbar al socialismo. Ahora, veremos.
El 'conseller' irascible
Las cosas ruedan raritas para el titular de la Consellería de Bienestar Social, Trabajo y Asuntos Sociales, o lo que quiera que sea la parcela de poder que ahora le ocupa, así que su ánimo oscila entre el nerviosismo de entrecejo y la crispación. Pero es entonces cuando este tornado de la política -del frente revolucionario antifascista y patriota, nada menos, a admirador de Fraga Iribarne en cosa de pocas legislaturas- debería hacer gala de las bellas artes que le distinguen en lugar de embroncarse en los pasillos de las Cortes, mandar de espías a sus esbirros y tildar de gilipollas a una diputada en sesión parlamentaria. No está nada mal para quien ha de mirar también por las mujeres maltratadas. Más le convendría observar el sosiego de Gene Hackman en La conversación, justo cuando Coppola andaba preparando la primera parte de El Padrino.
Lo que ha cambiado
¿Qué otra cosa que una bendición histórica para lo que queda de la izquierda es la política de la derecha española desde que obtuvo en las urnas la mayoría absoluta? Más que de las derrotas propias, se aprende de la administración de la victoria a manos del adversario. Una derecha que parecía asumir para siempre y por contagio irreversible los hallazgos mayores de las conquistas democráticas se revela en pocos meses con el careto cejijunto, las risotadas cuarteleras a destiempo, el estado de sitio permanente que sataniza el descontento general en favor de la temible pujanza de las cementeras. Pasemos de himnos, banderas y demás alegrías de cantina. La derecha es la derecha, y Aznar un profeta menor que tampoco supo poner orden en lo que queda de sus tropas. Es la hora dulce de plasmar la insatisfacción latente en otra cosa.
Un peñazo goloso
El candidato de apellido Camps, que recuerda vagamente a un violinista o chellista del mismo apellido y de mucha fama en su tiempo, con el que ignoro si Paco está familiarizado, ha empezado su calvario con un diseño de gestos simbólicos, a los que no era demasiado dado su antecesor en el cargo. Parece que como a Viriato, o como a Pelayo, que más dará, le mola a este chico (que parece encerrado en el estupor de la burbuja final de 2001, una odisea del espacio) el recorrido por las cumbres desde las que iniciará el asalto final a las ciudades, un tanto también, por qué no decirlo, a la manera de un Ché Guevara bien trajeado. ¿Y si el candidato nos saliera maoísta sin saberlo en su empeño de tomar las ciudades a partir de las sierras circundantes? ¿Y si fuera un preterido descendiente del Dalai Lama? ¿Y si acaba compartiendo con Jordi Pujol la devoción escarpada por la Moreneta de Montserrat?
Harold Pinter
La buena noticia es que Espai Moma (para otro día el pleno de sus subvenciones en un contexto escénico cada vez más empobrecido) dedica el grueso de su temporada al rescate de una figura tan notable -y tan british- como Harold Pinter, que enloqueció lo bastante en su juventud montando obras de Beckett como para convertirse en un gran escritor, con una de las producciones textuales más asombrosas del siglo recién pasado. Basta con ver The Go-Between (el que está entre esto y aquello, el que hace de corre-ve-y-dile, guión del filme de Joseph Losey que aquí se llamó El mensajero), para comprender hasta dónde un pesado fardo de palabras de un pasado indeseado nos dignifica, nos miserabiliza o se repite como el ajo. Los misterios de la conducta humana explorados con palabras que la apoyan, la desmienten, la desdeñan, la temen o la ignoran. Una pulsión invocativa más fascinante que Gran Hermano.
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