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Reportaje:

Velluters, distrito 'caballo'

El barrio es el tercer punto del eje de la droga que cruza la ciudad de Valencia desde Campanar al río

El diario del barrio de Velluters se escribe a ritmo de caballo, el que envuelto en papel aluminio circula por las calles veloz e impunemente, mitigando la desesperación de toxicómanos que son la sombra de sí mismos y sólo conservan fuerzas para hacer cualquier cosa por una dosis. Velluters, entre monumentos históricos, edificios abandonados, humedad y locales especializados en la marginación es el tercer punto del eje de la droga que cruza la ciudad: Las cañas (en Campanar), El cauce del río y Velluters. Una imaginaria línea entre la calle de San Vicente, la avenida de María Cristina, las Torres de Quart y Barón de Cárcer dibuja el territorio de pillar y ponerse a cualquier hora del día, una jungla de peleas, ajustes de cuentas, navajazos diarios, amenazas públicas y gritos de desesperación por 20 céntimos de euro.

La noche cobija en Velluters escenas dantescas y peleas en todos los idiomas

Durante el día, el espectáculo de tablero por el que se mueven camellos al detalle y toxicómanos queda difuminado por la vida ordinaria de los pocos vecinos que residen en el barrio. Aún así, tramos de las calles de Carniceros, Maldonado, Torno del Hospital y Viana son auténticas fortalezas sin muros ni rejas por las que no se puede atravesar. La calle de Viana, el punto más oscuro y doloroso del distrito, recoge en escasos 50 metros hostales mugrientos, bodeguitas en las que aún se venden cigarrillos sueltos, locales de alterne como Liberty por donde sólo pueden transitar las prostitutas atrapadas entre la ilegalidad de su estancia en España y el enganche a la droga, alcohólicos deshauciados que vivieron la época gloriosa del barrio, la colonia de subsaharianos que distribuye la mercancía pero no la prueba y yonquis que apenas pueden con el escaso peso de su esqueleto. Cual vigías, en las cuatro esquinas de la calle, se apostan suramericanos que controlan a las prostitutas venidas de países caribeños y voceadores que a cambio de alertar de la presencia policial a tiempo reciben la recompensa en vena. Un movimiento en falso se corta con navaja en fracciones de segundo. La propia Policía Nacional reconoce que los incidentes en la zona se han multiplicado sustancialmente en los últimos meses.

Al caer el sol, la escena se vuelve dantesca y se extiende. En la esquina de la calle de Santa Teresa con Eixarchs, apoyados en un muro recientemente levantado para cercar el terrero en el que hubo una finca que se desplomó hace escasos meses, esperan al de la furgoneta roja o al negro una cincuentena de toxicómanos. Desde ahí, la calle que sube hacia las Torres de Quart y que en buena parte circula por la fachada lateral de un colegio sirve de cobijo para inyectar o fumarse las dosis. Que ahora la calle esté abierta en canal por obras no sólo no ha detraído a nadie de la práctica sino que el socavón se ha convertido en una cuna callejera en la que despiertan al amanecer algunos de los habituales de la zona. Las entradas a los aparcamientos son espacios perfectos para la ceremonia del viaje, la fuente de la plaza de Don Juan de Vilarrasa sirve para lavar un perro, coger agua para un pico o asearse mínimamente. Los descampados dominados por una auténtica mafia de gorrillas -hasta el punto de que se realquila el servicio para quedarse después con parte de la recaudación- son también paraísos del trapicheo, como es el caso del que está detrás de la Iglesia de los Santos Juanes -con un bar como señuelo en los bajos de una finca en estado de ruina-, o el de Valeriola-Sampedor.

La noche cobija en Velluters peleas constantes en idiomas desconocidos, vejaciones a mujeres desesperadas que después de servicios sexuales al límite de sus fuerzas, la mayor parte de las veces entre escombros, reciben como pago insultos, empujones y golpes del cliente y del proveedor que suministró por adelantado una papelina que no cobrará. El silencio del barrio es el único testigo de cómo se articula un sistema para la supervivencia en el que se arriesga la vida no sólo por la droga adulterada con la que se comercia. Después de pasar por Las cañas y El cauce del río los más atrapados en el caballo se organizan en grupúsculos en los que socializan la droga e intercambian favores. La mayoría de las prostitutas de las calles de San Vicente y Barón de Carcer -y puede haber más de un centenar una noche cualquiera- anuncian a voz en grito antes de asaltar a un cliente que van en su busca para poder seguir picándose o fumando heroína. Con ellas, como siniestros guardaespaldas, deambulan toxicómanos que se benefician del favor sexual a cambio de una sutil vigilancia, por si el cliente se va sin pagar, lo que suele ser muy habitual. Juicios en la Audiencia de Valencia atestiguan semana tras semana que Velluters es punto de venta y consumo sobre todo de heroína donde los ajustes de cuentas y las agresiones sexuales a las prostitutas se suceden noche tras noche sin que nadie haga gesto alguno por remediarlo.

Y mientras todo esto ocurre, los hay que transitan alertando de la presencia, ciertamente escasa y ocasional, de la policía -cuyos coches patrulla no pueden maniobrar por muchas de las calles del barrio- Van y vienen al horno de la Plaza del Tossal, frontera que limita la parte más dura del distrito, y buscan con auténtica profesionalidad menús de subsistencia entre la basura o entre la comida que alguna anciana deja en un rincón para alimento de los gatos.

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