Lula, en un país dependiente
Los interesados profetas de la catástrofe progresista predicen todo tipo de desgracias para Brasil cuando Lula asuma el poder, pero se olvidan de decirnos que la actual situación del país ya no puede ser más dramática. Con un crecimiento que en 2002 apenas llegará al 1% -uno de los más bajos de su historia-, una deuda pública de más de 600.000 millones de reales, una población activa mayoritariamente confinada en la economía paralela, una deuda exterior que sobrepasa los 30.000 millones de dólares y una desigualdad social que está entre las mayores del mundo, la herencia política con que se encuentra el nuevo presidente no puede ser más inquietante.
Y todo ello viene de la mano de un intelectual político que ha aplicado durante los ocho años de su doble mandato, con profesionalidad y diligencia, el modelo social liberal del equilibrio económico, la flexibilidad laboral y el neoliberalismo financiero dominantes en los paises del Norte. Su fracaso, pues, más que el fracaso de un hombre, es el fracaso de un sistema. Cuando Fernando Henrique Cardoso llega al poder, en 1994, el objetivo principal que le impone su modelo es reducir a menos de dos dígitos la cifra de inflación, que casi roza el 50% anual. Lo que consigue -hoy está alrededor del 9%- a base de obtener importantes préstamos de organismos intergubernamentales y, sobre todo, de atraer capitales extranjeros, a los que ofrece los tipos de interés más elevados del mundo. Éstos, que llegaron al 48% en el año 95-96, se han situado como media en torno del 20% a lo largo del periodo. Al mismo tiempo, estos altos tipos de interés son utilizados para contener la demanda interior y, cuando son superiores al nivel de crecimiento de la economía real, funcionan como transferencias del capital de los sectores productivos a los financiero-especulativos. Pero, sobre todo, el pago de los cuantiosos intereses que esa deuda reclama polariza los recursos públicos y es responsable del deterioro de la acción social del Gobierno, a pesar de que la presión fiscal del Estado brasileño se haya incrementado del 26% del PIB en 1994 al 34% en 2001. Esto queda reflejado en el porcentaje del gasto educativo, que era del 20,3 de los ingresos corrientes en 1995 y sólo del 8,9 en 2000; mientras que el pago de los intereses de la deuda, que apenas llegaba al 24%, sobrepasa hoy el 55%.
La presidencia de Cardoso se ha traducido en un agravamiento de la dependencia financiera de Brasil, ya que se inicia con 32.000 millones de dólares de reservas, un superávit comercial de 16.000 millones de dólares y un razonable escalonamiento en el pago de sus deudas externas, y ahora, al irse, deja apenas 5.000 millones de dólares de reservas, un superávit comercial de menos de 6.000 millones de dólares y un déficit en cuenta corriente de cerca de 40.000 millones de dólares. Esto obligará a Lula a tener que pagar cada semana, durante 2003 y 2004, más de 1.000 millones de dólares en función de la deuda. Esta dependencia público-financiera de Brasil viene agravada por la dolarización que afecta a gran parte de su deuda, a la par que por el carácter especulativo que ha imprimido a la vida económica brasileña en general: compromiso privilegiado de la banca privada con la deuda pública, inversiones especulativas de muchas empresas, endeudamiento de las familias, etcétera.
Cardoso le deja a Lula un Brasil férreamente dependiente. De aquí que su primer imperativo sea acondicionar esa dependencia creando un contexto financiero más tolerable, que no lo ahogue como a De la Rúa. Es lo que Lula ha designado como la fase de transición. A partir de ahí, sus grandes apuestas son: luchar contra la pobreza y la exclusión urbanas, que encuentran en las favelas y en los niños de la calle su expresión más emblemática; responder a las expectativas de los sin tierra imponiendo por fin una eficaz reforma agraria; reactivar la democracia ciudadana con medidas del tipo del presupuesto participativo de Porto Alegre; impulsar iniciativas geopolíticas de alcance mundial que sean alternativas a la hegemonía norteamericana; promover una política de macroáreas regionales integradas, comenzando por alentar decididamente el desarrollo de Mercosur.
Un brasileño, Cardoso, tematizó la dependencia y la ha practicado. Otro brasileño, Lula, puede señalar el camino para salir de ella.
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