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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nadie comía perdices

Después de haber leído los dos volúmenes anteriores de Una danza para la música del tiempo y de haber escrito sendas reseñas para ambos, este crítico se siente con la sensación de que le piden hacer la crítica del mismo libro por tercera vez. Releo mis críticas anteriores a Primavera y a Verano y compruebo que mis apreciaciones, la admiración y también las reticencias que me producían los dos primeros volúmenes, son las mismas que me sugiere la lectura de este Otoño, que sigue contándonos la vida de Nicholas Jenkins y los integrantes de su círculo social, esta vez durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Sigo admirando la armoniosa construcción, el uso magistral de las elipsis; sigo echando en falta algo de imaginación, de fuego y poesía.

UNA DANZA PARA LA MÚSICA DEL TIEMPO: OTOÑO

Anthony Powell Traducción de Javier Calzada Anagrama. Barcelona, 2002 631 páginas. 29 euros

Una danza para la música del tiempo no es una serie de 12 novelas, sino una sola novela de 2.400 páginas dividida en 12 partes. El hecho de que cada una de esas partes fueran publicadas como novelas independientes y de que el autor nos informe algunas veces de este o aquel detalle de la trama son meras formalidades. Las novelas que integran el ciclo de la Danza no tienen el menor sentido como obras individuales.

Pero ésto no es

un inconveniente sino el logro supremo de Powell. Éste es mi argumento: los artistas que realizan obras de gran extensión pretenden borrar los límites entre la obra y la vida. Una obra de arte no es más que un juego presidido por un conjunto de reglas inventadas por el autor. En el caso del relato, estas reglas atañen al sentido, al ritmo, a los motivos de los personajes, a la creación de expectativas y su resolución, una serie de reglas o parámetros que se sustentan sobre la idea de la causalidad y generan afirmaciones sobre la vida humana, la sociedad o las costumbres. Al crear una obra de estas dimensiones, Powell se libra de todas esas reglas. Nada comienza y nada termina en su obra, no hay principios, ni finales, no hay trama, no hay causalidad, no hay teorías sobre la vida, ni afirmaciones unilaterales o unívocas sobre nada en absoluto. No hay otra expectativa que la que trae el lento y cabeceante navegar del relato hacia el futuro, ni otra resolución que el recuento de cosas que pasan: un personaje que muere o que una guerra comienza. ¿Cómo es posible una narración así en la que el autor intenta no mentir, no hacer literatura, una narración que se sostiene sin dirección, sin trama, un relato que no relata más que la vastedad indiferente de la vida a través del tiempo y el espacio, un relato, por decirlo de una vez, donde nadie come ni comerá jamás perdices? La respuesta es sencilla: es posible merced a las enormes proporciones de la novela en cuestión. Me atrevería a decir que la extraordinaria longitud de la obra de Powell es su logro estilístico supremo.

Vivimos con la sensación de que no sucede nada para luego, al volver la vista atrás, darnos cuenta de que en realidad todo ha sucedido. La novela de Powell también produce esa misma sensación aunque, en su extremado realismo, su lectura puede parecernos a menudo, ¡ay!, tan tediosa y falta de estímulos como la forma en que vivimos el momento presente. Para este lector, lo mejor de Una danza para la música del tiempo es la sensación de vastedad de la vida, del tiempo, del espacio y de la experiencia que se va generando, a medida que avanza su lectura, en esa región del cerebro donde se crean las imágenes de la imaginación, y que sospecho que ha de estar de alguna manera relacionada con el sentido del oído. Eso es lo que queda de la lectura de Powell, no una sensación de gran excitación, sino una especie de rumor de vidas cruzadas, de ciudades, de ferrocarriles, de guerras, de amores, de encuentros y desencuentros, el rumor de un país bullendo a lo largo de un siglo. Todo eso, y una lancinante sensación de melancolía.

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