Golpes de humor inolvidables
Allá por los años cincuenta, y sobre el ejemplo canónico de Rififí, la película de Jules Dassin, se puso de moda un subgénero del cine criminal, el filme de atraco perfecto, que pronto tuvo respuesta, en clave de humor, en las películas de casposos que pretenden dar el golpe de su vida, pero que terminan de cualquier manera. Rufufú, la genial película de Mario Monicelli, inició una senda por la que transitaron muchos, y en España tal vez el mejor ejemplo sea Atraco a las tres, de José María Forqué. Con el ojo puesto en esos referentes, con la misma torrencial capacidad para la narración que ya había demostrado en su ópera prima, El corazón del guerrero, y con una historia trufada de chistes espléndidos, Daniel Monzón se propone actualizar, aquí y ahora, tan egregio territorio del cine de siempre.
EL ROBO MÁS GRANDE JAMÁS CONTADO
Director: Daniel Monzón. Intérpretes: Antonio Resines, Neus Asensi, Manuel Manquiña, Javier Aller, Jaime Barnatán, Sancho Gracia, Rosario Pardo. Género: comedia criminal, España, 2002. Duración: 114 minutos.
Y a fe que lo logra. Y lo hace, sobre todo, con dos herramientas infalibles: una, un grupo de actores en estado de gracia, que se enfundan en unos personajes llenos de guiños cinéfilos: Manuel Manquiña, una suerte de Mr. Magoo galaico; Antonio Resines, un cerebro para el robo más impensado, nada menos que el Guernica de Picasso, repitiendo un papel que parece calcado al suyo propio en Acción mutante; y Neus Asensi, una pizpireta, sensual, enamorada ama de casa que no dudará en ayudar al cerebro a cumplir su sueño.
Y otra, un conocimiento por parte del director -aquí también guionista- de cómo funciona este tipo de películas, cómo atrapar al espectador con los preparativos del robo, cómo guardarse sabiamente ases en la manga para que la atención nunca decaiga... aunque en el tramo final, sobre todo la larga, y volcánica, secuencia del aeropuerto, parezca que las cosas se salen un poco de madre. Tiene la película, en fin, otra virtud, y no menor: nunca pierde de vista que su intención última no es otra que entretener. A pesar de un diseño de producción que no escatima recursos (otra vez la secuencia del aeropuerto, en la que una marea de airados ciudadanos pone Barajas literalmente patas arriba), Monzón no se desvía jamás de lo que le interesa, no se recrea en los gags, ni en las jocosas invenciones de un guión que abunda en ellas.
El resultado es una película saludablemente divertida, con golpes de humor inolvidables (¡ese recurso para tapar la cámara de televisión que vigila constantemente el Guernica, mil veces visto en tantas películas, pero jamás de esa manera!) y que, por si fuera poco, tampoco escatima críticas soterradas a una España que, ciertamente, no va tan bien como la propaganda oficial nos vende.
Babelia
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