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Juez que vuela, juez a la cazuela

El reciente auto de la juez de Vigilancia Penitenciaria de Bilbao, de 8 de octubre, por el que se otorga la libertad provisional a un condenado por terrorismo, con varios asesinatos a sus espaldas, ha levantado una polvareda, debidamente instrumentalizada, que ha puesto una vez más a los pies de los caballos a los jueces que, por aplicación de la ley, no coinciden con las tesis -o quizá recados más o menos subliminales- que sustentan instancias gubernamentales, que aquí no hay que analizar por ser tan variados como veremos a continuación.

Que los jueces han de ser, y son, constitucional y legalmente responsables es tan verdad como las acciones penales y disciplinarias de las que son objeto. No menos cierto es que han de ser, y son, constitucional y legalmente, independientes y sometidos únicamente al imperio de la ley. Ésa es la base de la separación de poderes y de que el control de los poderes públicos sea también razonablemente efectivo.

Que puede haber errores en las resoluciones judiciales es algo que vemos todos los días, aunque no más que los que adornan, es un decir, las decisiones gubernamentales. Que las resoluciones judiciales -y las gubernamentales- pueden y deben ser criticadas, y lo son, es otra evidencia, sobre todo para los que en el ámbito académico y forense nos movemos; con ello se consigue que, en conjunto, el sistema no sólo funcione, sino que avance; basta con echar la vista atrás. Que no hay derecho al acierto judicial es otra evidencia, que, en el ejercicio a que se ve forzado muchas más veces de las necesarias, nos recuerda el Tribunal Constitucional.

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De todo ello se sigue que, guste o no guste una resolución, si ésta es ajustada a derecho, y la de Bilbao lo es, aunque su receptor sea un terrorista, cabrá discrepar, pero no linchar a quien la ha dictado ni enviarle, con telepático servilismo, los Cien Mil Hijos de San Luis.

Pero a lo dicho sobre el juez y sus resoluciones hay que añadir otro mandato constitucional que, con tanto aspaviento y tirar de ficheros mutilados e incompletos, se olvida: la igualdad ante la ley. Para lo que ahora nos interesa, la ley no distingue, además, donde no debe distinguir. De esta suerte, impedir la reinserción de un terrorista, cuando se dan los presupuestos legales, es proceder de modo análogo a quien sostiene con un pincho en la mano que ni tan siquiera hay vida en la cárcel para los violadores, por ejemplo.

Pero como ya llueve sobre mojado, no está de más recordar que en los últimos tiempos las tormentas más jupiterinas, con profusión de aparatos públicos y privados en admirable maridaje, se han cernido sobre quienes condenaron a un prevaricador, sobre quienes razonaron sobre la improcedencia de su indulto, sobre quienes revocaban actuaciones instructoras de quien parece ser la niña de los ojos del pensamiento abanderado; y ahora sobre quien, curiosamente el más débil de los tres ejemplos, modestamente, aplica la ley.

La doctrina amigo / enemigo, a lo que se ve, de clara remembranza para algunos, sigue en pie y vuelve a estragar. El que se mueve no es que no sale en la foto, sino que se le da caza: despellejándolo moralmente con la profesionalidad del verdugo voluntario, encontrando una presunta percha para controlar sus decisiones fuera de las vías legales y constitucionales y enviándolo, literalmente, a la porra, o preparando su funeral como juez recurriendo al amedrentamiento de la propaganda organizada, como primera y, quizá, no última fase.

A todo ello, y centrándonos en este caso concreto, algunas anomalías me llaman la atención. La ausencia de recurso de apelación del ministerio fiscal. Ahora se anuncia; sin embargo, acaso sea fuera de plazo y, por tanto, inútil, aunque quizá, se ampare en alguna resolución que, haciendo añicos la seguridad jurídica y la igualdad de armas, aduce que la carga de trabajo es motivo para saltarse los plazos legales.

Y llama también la atención que en su recurso de reforma el ministerio fiscal, que, recordemos es uno para toda España, se basa, entre otros argumentos, en un conflicto de competencias inaplicable al caso que nos ocupa, resuelto en 1998. En la ocasión, el juez de vigilancia penitenciaria invadió las competencias de la Administración del ramo. Pues bien, contra ese juez, si la memoria no falla, el ministerio fiscal interpuso querella por prevaricación, logrando, sólo, una condena por retraso en la Administración de justicia, condena que por incorrecta recurrió, pero cuyo recurso no fue sostenido por sus superiores ante el Tribunal Supremo. En ese caso, el juez de vigilancia dictó, como recogen los hechos probados, más de setecientas resoluciones al margen de cualquier procedimiento, restringiendo los derechos de los reclusos, retrotrayendo su grado de progresión y privándoles de permisos.

Aportar tal conflicto, que trascendió lo penitenciario y fue social, para contrarrestar una resolución que, como otras que le han sido confirmadas a la misma juez, ajustada a la ley, esto es, a una interpretación razonable y equilibrada de la misma, produce, como mínimo, sorpresa.

En fin, en vez de alegrarnos por el triunfo del derecho, por haber conseguido que alguien inserto en un colectivo de criminales, en su inmensa mayoría irreductibles también en prisión e inasequibles al respeto a la vida humana -única exigencia que se les puede hacer-, reconozca que el fin no justifica los medios, en vez de alegrarnos por eso, repito, lo que se hace es organizar un guirigay monumental en el que destaca la creación de un Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria para evitar esos, según se entiende, desmanes.

Con ello se está dando una imagen de que la justicia es, por un lado, intimidable y, en todo caso, manipulable a voluntad del poder, pues no otro sentido tiene darle la creación, parece que consensuadamente, pero no sin amnesia por parte de alguno de los contrayentes, a tal juzgado. Con ese juzgado, ése es el mensaje que se lanza a la sociedad, ahora sí, ahora de verdad, las cosas se van a hacer bien; o lo que es lo mismo: en sintonía con lo que decide el Gobierno. Que ése sea el mensaje, el de la justicia genuflexa, con la toga a modo de mantilla recientemente gubernamental, si hay que hacer caso a la prensa gráfica, no quiere decir que tal vaya a ser conseguido. La ley es la ley en cualquier sala de justicia de España, por más que se discrepe una y mil veces de sus resultados.

Al final, un juez más al zurrón, simbología como árnica y persistencia en la torpeza, a la espera, claro está, de votos.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.

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