Mujeres impuras
-Ni en un millón de años -dijo Juan Urbano-, yo no saludaría a esa clase de gente ni en un millón de años. De ninguna forma y bajo ninguna circunstancia; ni con la mano, ni con la cabeza; por mí, pueden irse todos al infierno y regalarle al diablo la maldita llave de oro de Madrid.
Los otros lo miraron con cierta sorna y con los ojos llenos de burbujas, como suele mirarse a alguien cuando se piensa que lo que dice es ingenuo o utópico, simple charlatanería o pura demagogia. Juan salió enfurecido del café Gijón y se puso a confeccionar mentalmente una de sus famosas listas, esas que siempre hacía cuando quería poner algo en claro ante los demás o ante sí mismo.
Aquella tarde habían empezado a hablar de la visita del hoyatoleslam Jatamí a España, de cómo los políticos españoles se habían comido el sapo del protocolo machista y reaccionario del presidente de Irán y del acto en el que el alcalde de Madrid le había hecho entrega de las llaves de oro de la ciudad.
-¿Que si se han comido el sapo? Todos y casi todas. ¡Como si hubiera sido un cocodrilo! El petróleo iraní -dijo uno de ellos- les habrá ayudado a pasarlo por la garganta. El petróleo es un gran digestivo, hace que se traguen cualquier cosa, sapos islámicos, lobos ortodoxos, koalas budistas, tortugas cristianas o hipopótamos protestantes, lo que sea. Si se puede convertir en dólares, se puede comer.
-Pues a mí me parece que el hoyatoleslam, aparte de ser un hombre fino y culto, profesor de filosofía y teología, es bastante progresista. En la Universidad Complutense dio una conferencia excelente, habló todo el rato de Cervantes, Proust, Dostoievsky y Thomas Mann.
-¿Progresista? ¿Un tipo que se niega a darle la mano a las mujeres es un progresista? ¿El presidente de una nación donde se encarcela a los intelectuales disidentes y se pisotean los derechos humanos?
-Es un progresista porque ha supuesto un enorme progreso, a todos los niveles y en todos los ámbitos, con respecto a sus predecesores. ¿Ya no os acordáis de Jomeini y de sus fatwas?
-Pues a mí me parece una vergüenza y una bajada de pantalones, faldas y lo que se tercie. ¿Tú crees que cuando vaya un presidente español a Teherán lo van a recibir, en señal de respeto a nuestras costumbres, con una mesa llena de vino y las mujeres descubiertas? Sería lo mismo, sólo que al revés.
Juan Urbano dijo entonces lo de que él jamás le daría la mano a un hombre que no iba a dársela a su mujer por considerarla impura.
-Impura sólo si tiene la regla -puntualizó alguien-. Eso es lo que dicen los teócratas iraníes.
-A mí lo que me parece impuro -dijo Juan- es tener las manos manchadas de sangre, en primera, segunda o tercera persona. Yo no le daría la mano a Margaret Thatcher, tan amiga de Pinochet; ni a las activistas de ETA; ni a aquella juez que no recibía a una mujer que denunció decenas de veces al marido que al final iba a matarla; ni a la esposa de Kissinger; ni a la hija de Franco. Ésas son algunas de las mujeres a las que no les daría la mano. A las otras, a todas. Y tampoco se la daría a Ariel Sharon, ni a Videla, ni a otros mil miserables. Así es este mundo, los políticos se esconden detrás de la palabra diplomacia o detrás de la palabra ley para condecorar a torturadores, adular a ex ministros del Funeralísimo y entregarle la llave de oro de Madrid, como si se tratase de un héroe o de un genio, a un fanático que se niega a darle la mano a las mujeres.
Los contertulios de Juan Urbano lo acusaron de no tener visión histórica e insistieron en que el hoyatoleslam Jatamí era un reformador, un hombre moderado que no dudó un segundo, por ejemplo, y a pesar de que Bush al cuadrado había incluido a su país en el eje del mal, en ponerse contra Bin Laden; le recordaron que en Irán, dentro de lo posible, había mucha más libertad, no mucha pero sí mucha más, desde su llegada al poder.
Juan Urbano avanzaba, media hora después de aquella conversación, por la calle de la Princesa haciendo su lista mental de gente a la que nunca jamás le daría la llave de oro de Madrid. No se le puede dar la llave de una ciudad a alguien tan acostumbrado a los candados, los cerrojos y las cadenas. Eso era lo que pensaba y nadie iba a conseguir que cambiase de opinión. Mujeres impuras, vaya estupidez.
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