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Columna
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El Imperial

La fisonomía de la calle Sierpes ya no será la misma, como también perdería un trocito de su encanto si le arrebataran el Café Catunambú, los cronómetros de la esquina, los violines escrupulosamente alineados en el escaparate de Casa Damas. Dicen que van a cerrar el Teatro Imperial, y a la gente que pasea por Sevilla le parece que han escamoteado un detalle del decorado, que el director de escena ha prescindido de una tramoya que se había vuelto esencial para el desarrollo de la obra que se representaba una tarde y otra. La decadencia se anunciaba ya en sus fachadas húmedas, desolladas por las inclemencias y la desidia de un público que prefería pasar las noches en otra parte; escondida en un recoveco, la caseta del portero parecía una pecera de cristal y palo desde la que ancianos indistintos veían pasar de largo a los transeúntes. Los enormes carteles con rostros de estrellas del vodevil llamaban a la gente desde la pared, amenazándola con las sonrisas de Moncho Borrajo o Arturo Fernández: y existía una especie de contradicción oscura, un desmentido, una incongruencia entre el tamaño de la publicidad y la sede que debía recibir toda la prolija serie de maravillas que anunciaba, todos los primeros actores, la orquesta, las vedettes con plumas sintéticas. El Imperial era la última sucursal en Sevilla de los teatros de la Gran Vía de Madrid, de la Barcelona más llena de bombillas, esos locales desproporcionados y sucios con olor a ambientador donde los pervertidos de la transición iban a rebañar algunos centímetros de muslo. Era un dinosaurio con sueño que suscitaba la misma ternura casposa que el programa de Parada: la de los chistes malos, la de la revista con artistas de tercera fila, la de las excursiones del Inserso y los autobuses en las carreteras comarcales.

Muchas veces, con amigos o sin ellos, estuve tentado de penetrar en los misterios del Imperial para asistir a la apoteosis de Raphael o Isabel Pantoja desde detrás de una columna, pero mi esnobismo sólo me permitió visitarlo con ocasión de una actuación del Teatro Negro de Praga. Aunque el montaje no estuvo mal, fue mucho más instructivo el recorrido turístico que nos llevó del vestíbulo a los graderíos, contemplando las glorias ajadas de la casa. Las postillas de la fachada seguían repitiéndose en los muros interiores, donde el hedor a humedad y vejez mal consentida se hacía aún más intenso; en el recibidor, flotando de una a otra esquina, posaban los rostros de todas las personalidades que habían pisado aquel escenario, con su firma y dedicatoria correspondientes: todos tenían el mismo aire distante y tétrico de los retratos que rematan las lápidas. En la sala reinaba una precariedad de cine porno, con sus butacas dignamente cepilladas, los ventiladores adosados a los rincones y el telón asido con fidelidad heroica a los arambeles del techo. Al ambigú preferimos no acercarnos, porque las chocolatinas y los batidos expuestos en las vitrinas podían enemistarse con nuestros intestinos y no era plan de pasarse toda la noche en vela. Ahora todos esos recuerdos me transmiten el fino tul de nostalgia que traen los primeros amores y los amigos muertos: el Teatro Imperial era ese museo arqueológico de la calle Sierpes donde se conservaba, algo oxidado, el resplandor de las viejas estrellas.

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