Jueces incómodos
La cosa, hablando en términos de historia inmediata, viene de lejos, como puede demostrarse con sólo evocar ciertos ejemplos paradigmáticos tomados de distintos momentos de los últimos veinte años. Un político extremeño, descontento con una sentencia, calificó a los jueces que la habían dictado de 'salteadores de caminos'. Alguien, con altas responsabilidades en Interior, denunció como 'terrorismo psicológico' el enjuiciamiento de hechos valorados con pleno fundamento por la acusación como delito. Un juez, por haber resuelto con rapidez, fue calificado, también en medios políticos, de 'eyaculador precoz'. Hubo otro al que se atribuyó la pretensión de compensar insuficiencias sexuales con un supuesto exceso de potencia decisional y cuyo modo de operar fue asimilado al de los terroristas. Sobre miembros de la magistratura, siempre desde ámbitos institucionales, han llovido adjetivos como 'descerebrados', 'prevaricadores' o 'injustos'.
La juez Huerta, en el caso Linaza, por una actuación de legalidad irreprochable (como enseguida se hizo patente), fue brutalmente descalificada por un Gobierno y una mayoría parlamentaria que, al hacerlo, se situaron al margen de la Constitución y de la ley, según tuvo ocasión de denunciar con valentía y brillantez en el Congreso de los Diputados el entonces parlamentario Juan María Bandrés. (Incluso hubo un diario que la hizo compartir portada con un dirigente de ETA, para que no hubiera duda de que ambos iban en el mismo barco). Las garantías judiciales y la jurisdicción en general tuvieron que soportar una demoledora campaña de desgaste como forma -por cierto, la más coherente- de dar una justificación a la ley Corcuera con su ominosa patada en la puerta. La iniciativa de Garzón en el caso Pinochet, antes de ser valorada como un momento estelar en la historia de la jurisdicción universal y de los derechos, fue presentada a la opinión como la insensatez de un megalómano o un revival de la aventura colonial. La Sala Segunda del Tribunal Supremo, en el caso Marey, tuvo que sufrir la revuelta antiinstitucional de Guadalajara. Respetables medios radiofónicos han prestado sus micrófonos en horas de máxima audiencia a un sujeto implicado en un sinnúmero de causas judiciales para que pudiera llamar hijoputa (así, como suena) al Fiscal anticorrupción por una iniciativa impoluta. Hace apenas unos meses, el entonces ministro de Justicia criticó una resolución judicial rigurosamente fundada con un chusco 'basta coger y leer' (el Código Penal), como si la misma hubiera sido dictada con irreflexivo desconocimiento de lo prescrito en ese texto legal. Con la mayor frecuencia, en ocasión de decisiones en las que se aplica el principio de presunción de inocencia, el in dubio pro reo o algún beneficio penitenciario legalmente previsto a condenados por delitos graves, en especial los de terrorismo, lo menos que se hace, de entrada, es crucificar preventivamente al juez o jueces responsables de la resolución y emplazarles a que se lo expliquen a los familiares de las víctimas, como si sólo se tratase de un capricho de su exclusiva incumbencia. Últimamente, la acometida de que ha sido objeto la juez de Vigilancia Penitenciaria de Bilbao hace innecesario detenerse a argumentar acerca de la lamentable actualidad del tipo de situaciones sobre las que informan las ilustrativas vicisitudes que acabo de evocar, que me permiten hacer, sin riesgo, una afirmación que habla por sí sola: no recuerdo que, en el periodo aludido, alguien con responsabilidades de gobierno, en presencia de uno de esos casos judiciales no fáciles, haya gastado un minuto de su tiempo y una pizca de su saliva en defender públicamente los valores constitucionales en juego. Y esta afirmación, lamentablemente, vale, en no pocos supuestos, también para el Consejo General del Poder Judicial. En el caso del actual se da incluso la elocuente particularidad de que calificados representantes de la mayoría, en un reciente supuesto de los referidos, salieron a la palestra para defender el derecho a la crítica... de un miembro del Ejecutivo. Tomando en este caso por crítica alguna expresión cargada de oportunismo y demagogia.
La denuncia de esas formas de opinar y de operar no tiene nada de genéricamente apologético de las actuaciones judiciales. Para que no quede la menor duda, me apresuraré a decir que en éstas hay mucho de criticable, es decir, de cuestionable conforme a las reglas del discurso racional; y también que la regularidad de la respuesta disciplinaria a los más graves incumplimientos profesionales de los jueces (con rigor y al mismo tiempo con garantías) sigue siendo una asignatura pendiente (y no precisamente una maría) para el legislador y para el Consejo General del Poder Judicial. Diría que muy en particular para éste, cuyo llamativo celo al secundar ciertas iniciativas apresuradamente criminalizadoras de los media difícilmente puede ocultar la normal falta de impulso propio en la materia en muchos casos que realmente lo merecen. Con todo, me parece obligado señalar también que los estándares de profesionalidad y de rendimiento registrables en la magistratura no están en modo alguno por debajo del nivel de esos mismos indicadores en otros ámbitos de la institucionalidad estatal.
Una reflexión como la que se hilvana en estas líneas no puede dejar de lado determinados componentes de la situación en curso, que gravan de modo muy especial el cotidiano quehacer y la imagen pública de la judicatura, en particular la penal. Sobre nuestra realidad actual pesan de manera importante problemas enormes: desde la inmigración ilegal a los malos tratos a mujeres, pasando por el terrorismo, el narcotráfico, el desempleo masivo y la delincuencia de subsistencia. Éstos, sin mediación política o social realmente eficaces en términos prácticos, se desbordan sobre la jurisdicción con toda su carga desestabilizadora; y, con ellos, también una acuciante y bien comprensible demanda social de respuesta en el aquí y ahora.
Dejaré al margen las actuaciones judiciales desafortunadas, que no merecen ninguna disculpa y sí -lo reiteraré- la clase de crítica racional y fundada, con toda la dureza que sea menester, que pudiera contribuir a estimular actitudes positivas y a crear una opinión pública madura al respecto. Pero hay muchas decisiones a las que no cabe hacer el menor reproche y que, sin embargo, pueden producir, y de hecho producen, comprensible desasosiego en algunos sectores, a veces amplios, de la ciudadanía. Tal es el caso de las absoluciones por falta de pruebas, en ocasiones porque la de cargo fue ilegítimamente obtenida. O el de resoluciones con evidente apoyo legal que, sin embargo, por no ser lo bastante ejemplarizantes, laceran alguna sensibilidad en carne viva, bajo el efecto de delitos horribles. Estoy hablando de decisiones que pueden ser merecedoras de debate, también recurribles, y que incluso podrían ser revocadas, algo perfectamente fisiológico en la dinámica jurisdiccional. Pero asimismo de otras totalmente inobjetables y, no obstante, difíciles de aceptar.
Pues bien, una parte importante del papel de los jueces, y no sólo en los tópicos casos difíciles, por más que cueste reconocerlo, consiste en decidir mediante pronunciamientos de esa índole, en aplicación de la ley vigente y de principios constitucionales insoslayables. Así, los que imponen absolver en caso de duda, o hacer valoraciones de menor gravedad relativa, a tenor de determinados datos, al condenar por conductas abyectas, o adoptar la perspectiva resocializadora en la ejecución de las penas. Con la particularidad de que se trata de principios cuya vigencia no obedece a alguna ensoñación de juristas de gabinete, sino a la firme decisión de amplias mayorías constituyentes adoptadas en momentos felices de crecimiento democrático, en éste y otros países.
Son principios normativos del más alto nivel en cuya efectividad se juega el ser o no ser constitucional y democrático del Estado. Principios que habría que defender con celo también frente a los propios jueces, como hacen invariablemente con ardor todas las fuerzas políticas en situaciones de oposición, con una actitud que suele durar hasta que pasan a ocupar posiciones de gobierno.
Hace ya años en Italia se produjo el secuestro del general Dozzier, de las fuerzas de la OTAN, por parte de un grupo terrorista. Liberado por la policía en una brillante operación, los responsables de ésta recibieron el trato público de héroes nacionales. Se estaba en esa situación cuando un fiscal procedió contra ellos por delito de tortura, del que había serios indicios. No hace falta mucha imaginación para formarse una idea de la que le cayó encima al representante del ministerio público. Pues bien, Sandro Pertini, a la sazón presidente de la República, exigió públicamente todo el respeto para la iniciativa judicial, cerrando su intervención con estas palabras: 'Arrojar descrédito sobre el orden judicial significa minar uno de los pilares de nuestro ordenamiento democrático'. Es claro que Pertini todavía no habita entre nosotros; pero no habría que perder la esperanza.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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