El club de los crímenes felices
La clásica literatura de enigmas criminales siempre fue sonriente en asuntos tan serios como el asesinato. Creo que lo fue desde el principio, desde Poe: desde el orangután culpable de El doble crimen de la calle Morgue y el muerto parlante de Vos sois el asesino, y todos los detectives desmedidos, Sherlock Holmes y los investigadores de la época dorada de la novela de misterio. Estoy pensando en Hércules Poirot, hombrecillo de aspecto magnífico, algo más de metro y medio de erecta dignidad, al que una mota de polvo en el traje le dolería más que una cuchillada. Tienen estas historias la alegría infantil del descubrimiento de la inteligencia. Incluso suenan a burla las reglas que S. S. van Dine dictó para la novela policial, y que nadie respetó nunca exactamente: debe haber como mínimo un muerto, y cuanto más muerto mejor, precisaba Van Dine, para quien los miembros de la servidumbre jamás serán culpables, pues los culpables han de ser personas que merezcan confianza y valgan la pena.
VARIACIONES EN ROJO
Rodolfo Walsh Espasa. Madrid, 2002 238 páginas. 16 euros
La narración policial al estilo anglosajón es paródica, un caso de travestismo optimista, porque coge el crimen y lo transforma en ocasión de entretenimiento y deleite. Cuando Rodolfo Walsh (Río Negro, 1927-Buenos Aires, 1977) publicó su primer libro, tres cuentos estupendos, Variaciones en rojo, en 1953, ya existía desde hacía diez años lo que Ricardo Piglia llamó 'el Ulysses del relato policial', La muerte y la brújula, de Borges, además de los Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy. Walsh se sumó a la fiesta literaria con un detective corrector de pruebas de imprenta, oficio del Walsh de entonces. Observación, minuciosidad, fantasía para interpretar traducciones, capacidad para atender simultáneamente a planos distintos (la tipografía y la sintaxis): las virtudes del gran detective coinciden con las facultades que en el ejercicio de su profesión desarrolla el humilde corrector de pruebas Daniel Hernández.
Rodolfo Walsh, letraherido en la Argentina de 1953, concibió un detective doblemente libresco: Daniel se dedica a la literatura como corrector y desentraña crímenes bajo la advocación de un detective-profeta, el Daniel bíblico, probable reminiscencia del colegio de padres irlandeses donde Walsh se educó (curas crueles y colegiales boxeadores revivirían en algún cuento de madurez: todavía se encuentra en las bibliotecas españolas Un oscuro día de justicia, que Siglo XXI editó en 1973 con un reportaje de Piglia sobre Walsh). Pero Daniel es amablemente paródico, como la novela de misterio en general: si el profeta que le da nombre poseyó el don de la visión extraordinaria, el detective Daniel Hernández es corto de vista, extraordinariamente miope.
Ante nosotros resolverá tres enigmas. El erudito Morel ha sido víctima de un suicidio, un accidente o un asesinato, y la prueba se encuentra en las pruebas de imprenta que corregía en el momento de morir de un tiro en la frente, ilógico balazo, porque el antiguo alumno de Harvard y las armas de fuego parecen elementos de mundos incompatibles. El caso se resuelve gracias a un viaje en tren, como en alguna novela de Agatha Christie, y entonces el detective pasa a otro capítulo clave y gozoso de la literatura policial: el misterio de la habitación cerrada, Poe en la aventura del orangután asesino o Gaston Leroux en su Misterio del cuarto amarillo, aunque Walsh encierra a la muerte en una habitación escarlata. Y, por fin, ¿cómo es posible que haya sido asesinado un hombre al que tres testigos vieron suicidarse? Ahora estamos, como en tantas novelas, en una mansión aislada sobre el mar, casa de hermanos celosos, madres enloquecidas, padres viudos industriosamente millonarios, médicos y secretarios esquinados, herederas huérfanas de codiciada belleza y fortuna: la simple enumeración se convierte en parodia.
La época, 1953, es la atmósfera de estas páginas atemporales: un periódico clausurado en Buenos Aires por publicar una ilustración que inquieta a ciertas embajadas, la avaricia de la apacible clase media asesina, la urbanización de las playas, nazis criminales camuflados de víctimas del nazismo, un pintor daliniano que cultiva el eclecticismo del mal gusto para clases acomodadas inquietas. Este pintor inventa el arte conceptual 25 años antes de su existencia real, según la descripción de un Walsh profético: un arte más allá de la etapa empírica, sólo idea, dice el artista. El pintor como monstruo petulante parece muy de aquellos tiempos: también está en Un cuerpo o dos, la novela policiaca que el poeta Gabriel Ferrater y el pintor José María de Martín escribieron en Barcelona por los mismos años. Si Walsh dijo una vez que a la narración policial ortodoxa no le conviene buscar el interés humano, yo veo muy humano el interés de distraerse con pasiones destructivas consideradas desde la ingeniosa rectitud del detective. El cuento policiaco clásico, con sus estereotipos y sus clones infinitos, es una imagen perfecta de la literatura como club, rico en sobreentendidos y chistes privados entre los socios.
Serie negra
RODOLFO WALSH decía que su primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que ya abominaba, y no se sabe si condenaba su libro o el género policiaco. Variaciones en rojo fue escrito, según Walsh, en un mes, sin pensar en la literatura aunque sí en la diversión y el dinero. No sé si le dio dinero al autor; es verdad que el lector se divierte. Luego saltó del misterio elegante a la serie negra feroz, pero en su propia vida. En 1956, en medio de un levantamiento militar-peronista, los rebeldes eran fusilados sin juicio. 'Por ahí anda un fusilado que vive', oyó Walsh en la calle, y buscó al fusilado. Cambió de nombre, se ocultó con una máquina de escribir y una pistola, publicó por entregas Operación Masacre (1957), reconstrucción de aquellos asesinatos de 1956.
Así Rodolfo Walsh propuso un género, la investigación periodística como novela negra. Dio títulos literarios a dos casos reales: El caso Satanovsky (1958) y Quién mató a Rosendo (1969), la trama criminal del poder en el mundo de los periódicos y el sindicalismo. Chesterton escribió que la silenciosa organización policial que nos gobierna y protege es una feliz acción caballeresca, pero Walsh descubrió que la organización policiaco-militar puede ser una rama de la industria del crimen. Buscaba un arte de vivir. En 1959 estaba en La Habana, donde participó en la fundación de la agencia Prensa Latina, y un día captó un teletipo cifrado que la criptografía le ayudó a leer: la CIA anunciaba la inminente invasión de Cuba por Playa Girón.
Volvió a Argentina, dirigió periódicos peronistas, escribió el primer cuento sobre la momia de Evita (Esa mujer, 1966), fue montonero, clandestino. El 24 de marzo de 1977 mandó una Carta Abierta a la Junta Militar, 'sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido'. Al día siguiente demolieron su casa, fue muerto a tiros, desapareció.
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