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Crítica:CRÍTICAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Prehistoria de un caníbal precocinado

Divierte enterarse de algunas andanzas desconocidas del amigo caníbal Lecter, previas a El silencio de los corderos y luego, dentro de la zona más lúgubre y sombría de su leyenda, de Hannibal. Se agradece el regalo, pero es innecesario, y esto es lo peor que puede decirse de una película, sobre todo cuando está bien fabricada y contiene el esplendor inútil de una galería de rostros dorados: Anthony Hopkins, Edward Norton, Harvey Keitel, Ralph Fiennes y Emily Watson, entre otras guapas eminencias convocadas en El dragón rojo.

¿Para qué nos cuenta Brett Ratner este sabido prólogo de las jugadas y las jugarretas de Hannibal Lecter dentro de la enmarañada lógica de la locura y el crimen? Sin duda, para sacar tajada bancaria de la primera, esplendorosa y productiva jugada del célebre médico caníbal, contada con apasionante precisión por Jonathan Demme, y luego rescatada en un gran vuelo de negrura operística y retórica por Ridley Scott. Lo iniciado en El silencio de los corderos quedó allí cerrado. Y si se prolongó con altura y nobleza en Hannibal es porque Scott se negó a hacer una secuela del inimitable filme de Demme y desvió la leyenda del irónico y truculento cocinero de vísceras humanas hacia el lado opuesto, abordándolo no como prolongacion de la película desencadenante, sino como respuesta a ella.

El DRAGÓN ROJO

Dirección: Brett Ratner. Guión: Ted Tally, basado en la novela de Thomas Harris. Intérpretes: Anthony Hopkins, Edward Norton, Ralph Fiennes, Harvey Keitel, Emily Watson. Género: thriller, EE UU 2001. Duración: 124 minutos.

Pero en El dragón rojo de Ratner no hay respuesta al universo inicial del cínico gourmet cazador de asesinos locos, como él. Hay un vulgar tirar del hilo para devanar su madeja y, por la presión de un reparto de lujo, sacar un último bocado de doláres del sobado y degradado asunto. La película de Ratner es, por ello, innecesaria, lo que equivale a decir que vulgar. ¿Pero cabe una descalificación más rotunda, al tiempo que más exacta y certera, que la de vulgar para quien, como Hannibal Lecter, se sostiene en cuanto personaje y en cuanto fantoche de gran guiñol gracias a su terco culto al refinamiento?

Como era de prever, Ratner se aparta de los poco rentables retorcimientos del estilo desplegado por Ridley Scott en Hannibal y vuelve a escarbar en la mina de oro de El silencio de los corderos, de manera que su El dragón rojo parece formalmente un calco invertido de ésta. Y es efectivamente un calco, y es invertido porque finaliza exactamente donde comienza la película de Jonathan Demme. En ese punto, a Lecter, una vez que ha descifrado para el policía Edward Norton el jeroglífico de los asesinatos en serie del babeante Ralph Fiennes, le preguntan si quiere ayudar en otra fantasmal asesoría a una muchacha agente del FBI. El caníbal lo piensa y en un juego de insalivación, bordado por Anthony Hopkins, se percibe que la capacidad adivinatoria de ese depredador humano entrevé la enorme mirada azul de Jodie Foster. Y ocurre lo que tiene que ocurrir, que viendo terminar El dragón rojo entran ganas de volver a ver la sagaz maquinaria de humor y horror de El silencio de los corderos, para olvidar los inútiles residuos que deja en la memoria este amorfo amasijo de rutinas, estruendos y soserías filmado y firmado por Brett Ratner.

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