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Columna
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Valderrama

La señora De Palacio cada vez se parece más a un ministro de Asuntos Exteriores convencional, y sus declaraciones a raíz de la dimisión, repito, dimisión, del embajador español en Bagdad plantean ciertos problemas éticos que me imposibilitan la obediencia ciega también en materia de política exterior. Para justificar la dimisión del señor Valderrama, la ministra manifiesta que no todo el mundo tiene el temple necesario para soportar situaciones diplomáticas tensas y que, independientemente de sus ideas, todo diplomático debe asumir las directrices del Gobierno que le ha designado. Una embajada como la de Bagdad no se le da a cualquiera, y un embajador en Bagdad está en primera línea de fuego todos los días y en condiciones de contrarrestar la verdad del emperador con la realidad iraquí. A esto no se le llama tensión entre la realidad y el deseo o carencia de temple ante situaciones difíciles, sino capacidad de análisis sobre lo que realmente ocurre en Irak y lo que pasa por el cerebro economicista y militarista del imperio.

No es el señor Valderrama el sospechoso de necesitar un psicoanalista, sino la señora De Palacio, que para conservar el cargo o por razón de Estado sería capaz de asumir hechos que le repugnarían por no coincidir con sus ideas. Que el embajador en Bagdad haya puesto por delante de los intereses carreristas su angustia ante la política imperial de acoso, bloqueo y bombardeo del pueblo iraquí, es una de las mejores notícias políticas que hemos recibido, porque ésa sí, esa noticia sí revalora el papel didáctico que debe tener la palabra y el gesto político.

Como el señor Valderrama no es atacable por militancias inconfesables o por un pasado oscuro, hay otros elementos de descrédito utilizables que la incompetencia y el estrés, explicación que deja en entredicho a los que le designaron para el cargo, porque a Bagdad se puede enviar incluso a un embajador que no pueda pensar y comer galletitas saladas al mismo tiempo, pero nunca a un diplomático que conserve sus dos ojos para ver los efectos de una política imperial miserable y contemplar las adhesiones inquebrantables de gobiernos predispuestos a ejercer de palanganeros de la globalización.

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