Equilibrio presupuestario: ¿fundamentalismo irracional?
La experiencia de los noventa ha ilustrado las ventajas de las reglas fiscales como instrumentos, necesariamente imperfectos, al servicio de la estabilidad macroeconómica y la coordinación. Quizás por ello sorprenda que la introducción del objetivo de equilibrio o superávit en la Ley de Estabilidad Presupuestaria (LEP), pese a los elogios recibidos de la Unión Europea, la OCDE y el FMI, no esté siendo pacífica.
La LEP ha recibido diversas críticas, entre las que merecen destacarse tres. Primera: va más allá de las exigencias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), de forma gratuita, fruto de un fundamentalismo absurdo de carácter ideológico. Segunda: imposibilita la política fiscal anticíclica. Y tercera: amenaza la inversión pública. ¿Qué hay de cierto en esto?
La evidencia dice que se estabiliza con más libertad desde el equilibrio o el superávit
Que Suecia y Finlandia, gobernados por socialdemócratas, verdes y otras izquierdas, tengan reglas de superávit más ambiciosas debería suscitar alguna duda sobre el supuesto sesgo ideológico. Admítase, como conjetura, que hay algo más.
La LEP es, en efecto, más exigente que el PEC. Pero igualmente debe reconocerse que se queda corta ante la magnitud de las obligaciones contraídas a medio y largo plazos. Afianzar el compromiso intergeneracional implícito en nuestra sociedad de bienestar exige la reducción paulatina de la deuda pública, a medida que crece la deuda implícita derivada de las pensiones y la sanidad. Según estimaciones de la Unión Europea, manteniendo el equilibrio durante las próximas tres décadas acomodaríamos poco más de 2 puntos de gasto adicional, apenas una cuarta parte del crecimiento proyectado en pensiones y en sanidad. ¿Fundamentalismo irracional? ¿No podría considerarse, más bien, como una respuesta responsable ante la necesidad de asegurar los compromisos que nuestro Estado atiende hoy?
La LEP no limita la capacidad estabilizadora del presupuesto. Ante una desaceleración debemos dejar actuar a los estabilizadores automáticos: menor recaudación y mayor gasto en prestaciones por desempleo. Los estabilizadores operan inmediatamente, revierten sin necesidad de decisión política y no erosionan la coherencia de los programas de gastos e ingresos públicos.
El sentido común y la evidencia dicen que se estabiliza con más grados de libertad desde el equilibrio o el superávit. Pero la LEP es compatible con déficit transitorios moderados. ¿Deberíamos entonces aceptar un deslizamiento hacia el déficit en 2003? En los peores escenarios, España crecerá algo más que en 2002. Por otra parte, Alemania y Francia han anunciado una expansión presupuestaria, que se 'desbordará' inevitablemente hacia España. Y la política monetaria común, ya holgada para una economía como la nuestra, tiene pocas probabilidades de endurecerse. En estas condiciones, justificar un déficit para 2003 resulta complicado.
Obviamente, la LEP dificulta la adoptación de medidas discrecionales significativas. Pero quizás no sea tan malo poner coto al activismo presupuestario. Hay varias razones que lo desaconsejan. Los errores de diagnóstico y de previsión y los retrasos en su aplicación tienden a convertir en desestabilizadoras estas medidas, como ha ocurrido en Europa en más del 80% de los ajustes realizados desde 1970. Asimismo, muchas de ellas tienden a hacerse irreversibles iniciada la recuperación, por razones políticas. Y pueden arriesgar la coherencia de los programas de gastos y su sostenibilidad.
Respecto a la inversión pública, tan necesaria para reducir la brecha de infraestructuras que nos separa de los países más avanzados, sin dejar de reconocer su 'vulnerabilidad política' en periodos de ajuste, debe afirmarse que no existe ninguna relación necesaria de causalidad entre los descensos del déficit y de la inversión. El caso español es ilustrativo. Entre 1995 y 2002, el déficit mejoró en un 6,5% del PIB, sin una caída significativa de la inversión pública, que mantiene un diferencial favorable del 1% con la zona euro.
Ciertamente, la LEP es incompatible con la llamada 'regla de oro', que justifica como eficiente y equitativo un déficit originado por la inversión. Esto no es grave, pues los fundamentos prácticos de esta regla son endebles. En efecto, induce a clasificar gastos corrientes como gastos de capital. Por otra parte, no discrimina entre inversiones productivas y aquellas que sólo responden a criterios de rentabilidad política. Asimismo, ignora los gastos corrientes necesarios para que la inversión fructifique. Finalmente, protege las inversiones materiales frente a los gastos de capital humano, clasificados en su mayor parte como corrientes.
La apelación a esta regla como criterio de justicia intergeneracional tiene una implicación acaso sorprendente para sus entusiastas. Si es justo que las generaciones futuras paguen con sus impuestos por los beneficios de las inversiones realizadas hoy, debe serlo igualmente que paguen las generaciones actuales por los beneficios que disfrutarán en el futuro en pensiones y sanidad. Esto implica que deberíamos mantener un superávit del 3% del PIB durante tres décadas.
La defensa de la débil regla de oro, como la del déficit con cualquier justificación coyuntural, sugiere que sus principales -aunque no exclusivos- valedores son políticos, naturalmente receptivos a los argumentos que permiten financiar gasto con déficit. Esto, aunque legítimo y racional, no es otra cosa que trasladar la cuenta a quienes no votan hoy.
José Manuel González-Páramo es catedrático de Economía Pública, autor de Costes y beneficios de la disciplina fiscal (Instituto de Estudios Fiscales).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.