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Pájaros en la noche

Luis Cernuda, como poeta y como hombre, vivió al margen de las instituciones de cualquier tipo, incluidas las estrictamente literarias (academias, grupos generacionales, entramados concebidos para gestionar poder, prestigio, premios, montar antologías, etcétera). En su poesía hay acerbas consideraciones sobre la instrumentalización por parte de los poderes públicos de los poetas muertos que vivieron una vida ajena a la moral representada y defendida por esos poderes. También las hay sobre los poetas que sacrifican los más irrenunciables principios éticos y estéticos de su oficio por un sillón en la Academia. Sin embargo, algunos nos recuerdan por estas fechas que antes de la guerra fue un poeta cómodamente instalado en ese tipo de maquinarias y rememoran para convencernos el conocido homenaje del que fue objeto por parte de algunos miembros de la plana mayor de los jóvenes poetas de su época (Lorca sobre todos). Si un hombre ha consentido en su juventud pasar por esa convención literaria de los homenajes tribales, ¿con qué derecho puede después volverse contra sí mismo y su propia imagen domesticada por las alabanzas de sus pares y los jolgorios de las pleitesías de los camaradas? Por añadidura, también se nos recuerda que Cernuda fue un hombre infeliz que envidió siempre el éxito de los poetas a los que odiaba precisamente por tener lo que él no tenía (éxito, con mayúsculas).

Sin embargo, los más resonantes entresijos de su poesía delatan que Cernuda fue un poeta visceral y hasta ontológicamente enfrentado a la sociedad de su tiempo y a las instituciones y componendas que hacen posible el éxito social. Su incuestionable rebeldía no era ni siquiera una actitud exclusivamente biográfica relacionada con su homosexualidad -como también nos aseguran quienes pretenden monopolizarlo por esa razón denigrando a quienes no siguen su guión al pie de la letra-, sino algo mucho profundo imbricado en su naturaleza más fundamentalmente generadora de su creación poética (donde, obviamente, su homosexualidad está implicada, pero no con exclusividad protagonista). Es en esa profundidad nutriente de graves e insolubles conflictos, pero también de luminosas visiones poéticas, donde hay que encontrar los motivos que desautorizan cualquier ocupación de su figura por parte de los poderes establecidos, cualesquiera que sean. Igualmente, es en esa profundidad en la que hay que encontrar una explicación a la (así dicha) infelicidad cernudiana. O dicho de otro modo: su poesía no hubiera sido la que es si Cernuda hubiera sido un hombre de vivencias convencionalmente burguesas, ambiciones rutinariamente académicas y estrellatos vanidosamente autosatisfechos.

Pues para Cernuda -en clave irrenunciablemente romántica-, los poetas tienen una misión que necesariamente los aleja de la sociedad y los enfrenta a ella. Si la sociedad (también la literaria) se rige por la falsedad y la mentira, el poeta debe ser depositario de una verdad arduamente buscada, con el ímprobo trabajo y compañía de su soledad. Esa verdad, lejos de ser una abstracción engordada por una vacua altisonancia que a nadie interesaría hoy, tiene en su caso un doble perfil ético y metafísico, que la hace alternativamente cercana e históricamente encarnada y al tiempo en permanente fuga hacia espacios de colmadas aquiesciencias con la vida que se desearían eternas (veáse Ocnos, por ejemplo, o sus poemas de naturaleza más contemplativa incluidos en su mejor libro, Como quien espera el alba), pero que se desangran en la más frustante temporalidad. En esa encrucijada paradójica su poesía restalla con honesta y esplendorosa autoridad.

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Gracias a ese indomeñable ímpetu ético se descomponen como degradadas migajas las ambiciones espúreas de todos aquellos poetas que vinculan la felicidad con el éxito social, de todos aquellos que miden el tamaño de sus logros estéticos por la cantidad de reconocimientos que poseen en su medallero. Por su parte, sus anhelos metafísicos son los responsables de que Cernuda logre una voz (y unos cimientos que la sostienen) con los que atenta sañudamente contra las versiones más paupérrimas y sometidas de cualquier existencia individual, incluyendo la de quienes se entregan a actividades estéticas pero no son capaces de enterarse de los más altos compromisos que acarrean. Cernuda levanta la voz contra las degradaciones de la voz poética cuando no cumple con sus más irrenunciables obligaciones. Y una de ellas es hacer que hable la verdad a costa de la propia vida fácil (felicidad incluida, éxito incluido), puesto que esa clase de verdad estética y espiritual es muy difícil de conseguir ya que lo excelso y grande siempre es raro y difícil (Spinoza). Si Cernuda asigna a la voz poética la obligación de buscar una verdad profunda y alta eso quiere decir, irremediablemente, que no la puede encontrar en el mundo de la falsedad y la mentira (social, política, cultural, literaria), sino en el de sus elevaciones espirituales que surgen de sus experiencias más amorosas y contemplativas, las únicas capaces de construir un mundo que no tiene nada que ver con el que predicen con sus cálculos y manipulaciones las instituciones del poder político o cultural. El poema Birds in the Night es muy claro al respecto: '¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable. / Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella'. Murieron por ella Rimbaud y Verlaine -los poetas protagonistas de ese poema-, los apestados perseguidos en vida, los celebrados y conmemorados por las autoridades una vez muertos. Murió por ella Cernuda, el poeta exiliado y solo en su vida y ahora bendecido por todas las instituciones que no hubieran dado un duro por él en ninguna de las circunstancias de su errática existencia, entregada por entero a su salvadora poesía que ahora todos celebran a muy bajo precio, en contraste con el alto precio que Cernuda tuvo que pagar por ella. ¿Por qué pretenden que lo olvidemos?

Ángel Rupérez es escritor y editor de Luis Cernuda. Antología poética (Austral, 2002).

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