Dos revólveres para un Quijote
Esta libérrima y tumultuosa 800 balas es una película viva, pero con zonas muertas; intensa pero irregular, con pronunciados altibajos. Está llena de esquinas e interiores que -en su lado acabado como en su lado deficiente- merecen verse e incluso estudiarse en los laboratorios donde los buscadores de cine se adiestran en las alquimias que se mueven en las tripas de una pantalla inteligente. Porque en esta arriesgada aventura cinematográfica de Álex de la Iglesia hay inteligencia a raudales; pero, a la sombra de sus luces, se ven también en ella hilachas, huecos, cabos sueltos, arritmias, imprecisiones.
Abundan en 800 balas los dones y frutos de la gracia y la inventiva que condujeron a las arrolladoras El día de la bestia y La comunidad al borde de la maestría, un borde resbaladizo en el que Álex de la Iglesia -a mitad de camino del esperpento y el mito; y entre la tragedia y el sainete- se las arregló para conservar el equilibrio pese a moverse sobre el filo de una navaja. Pero ahora hay veces que pierde pie y tropieza, balbucea o desafina. La fertilidad de Álex de la Iglesia es tanta y su capacidad de ocurrencia tan veloz que, cuando cae, antes de llegar al suelo, se levanta provisto de un recurso nuevo y vuelve a coger las riendas de un tinglado que avanza vertiginosamente, pero a trompicones, entre zigzags llenos de ideas audaces e inesperadas, que brotan torrencialmente de la pantalla, pero cuya configuración interior es, sobre todo en el arranque del filme, imprecisa, agolpada, atropellada.
800 balas
Dirección: Álex de la Iglesia. Guión: Jorge Guerricaechevarría y Á. de la Iglesia. Intérpretes: Sancho Gracia, Ángel de Andrés, Carmen Maura, Eusebio Poncela, Terele Pávez, Luis Castro. Género: western. España, 2002. Duración: 120 minutos.
Contiene 800 balas todo lo necesario para conducir al espectador a una gozosa e impagable sensación de acuerdo con lo que ocurre en la pantalla, pero este acuerdo tarda demasiado en percibirse y hacerse pleno acuerdo. De ahí que la película adolezca de un excesivo tiempo de desorientación inicial, un tiempo expositivo mal engrasado, largo e insatisfactorio, en el que si bien los elementos conjugados son nítidos y precisos, su conjugación es borrosa e imprecisa; o, con otra óptica, en el que si los contenidos están bien definidos, el encaje recíproco de esos contenidos -es decir, su reducción a forma, que es la llave de entrada del cine común en el santuario del gran cine- es difuso.
La argucia desencadenante del vértigo de 800 balas es mejor que buena, es una idea llena de esplendor, con hondura y nobleza literalmente donquijotescas: un puñado de viejos especialistas anónimos de incontables westerns almerienses de los años sesenta convierten el escenario de aquella forma de ganarse la vida en una forma de vida, en un mundo cerrado sobre sí mismo, un universo que les permite ejercer día a día su locura y llevarla a sus últimas consecuencias. Y ahí, sobre el eje de esta poderosa metáfora, Álex de la Iglesia abre poco a poco -el problema del filme es exactamente ése, la lentitud y el tartamudeo de su despegue- las alas del formidable ingenio de Sancho Gracia, Ángel de Andrés y la piña humana que sobrevive en un viejo y amable desierto a la sombra de un hermoso mito abandonado, que sólo ellos sostienen.
Babelia
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