_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De Brandt a Carter

Se acaban de cumplir 10 años de la muerte de un hombre excepcional, mil veces difamado y mil veces más decente que sus enemigos. Recibió el Nobel de la Paz en 1971. Se llamaba Willy Brandt. Europa le debe mucho a aquel hombre de cuyo aniversario apenas se ha acordado nadie aquí en España, donde tanto se le debe. Ayer recibía el mismo premio, 32 años después, otro político mil veces difamado y, por supuesto, más integro, digno en la derrota y en el éxito, que quienes lo han difamado. Se llama Jimmy Carter.

Ambos fueron humillados, se equivocaron mucho y tenían debilidades en las que se cebaron quienes detestaban y detestan lo mejor que ambos personajes representan: su esfuerzo de entender al prójimo, la repugnancia que les producía la arrogancia, la fuerza bruta y el desprecio por el interés ajeno. Uno tuvo que dimitir traicionado y el otro cayó derrotado tras un único mandato, lo que no es menor escarnio.

Brandt era un personaje más complejo que Carter. Carecía de las seguridades de la fe que tiene el ex presidente de EE UU y era producto de una torturante experiencia vital y de la tormentosa historia europea del siglo pasado. Pero estos dos hombres de tan diferente biografía han tenido mucho en común, aparte del premio que desde ayer comparten. Ambos fueron descalificados como ilusos y, sin embargo, han demostrado que los mayores ilusos son quienes creen tener soluciones fáciles e implacables en este mundo tan complejo en el que emociones y percepciones juegan un papel tan importante -en ocasiones más- como la superioridad militar o solvencia económica.

Cuando el futuro de regiones enteras, por no decir del mundo, está a merced de individuos que son más directivos que políticos, el Premio Nobel a Carter es una reedición del Nobel de Brandt y una apuesta por ese esfuerzo de comprensión y búsqueda de fórmulas de coexistencia.

Brandt cambió Alemania. Carter no pudo cambiar a un electorado cuya introspección e incapacidad de entender el exterior es una de las grandes amenazas para la estabilidad mundial, desde luego mucho mayor que la miseria moral, política y militar de un régimen tan despreciable como el de Corea del Norte. Pero ambos demostraron que hay fórmulas para romper diques de mala fe sin ceder al chantaje o caer en la tentación de la violencia. Brandt lo hizo cayendo de rodillas ante el monumento del gueto de Varsovia y sus acuerdos con los países del Este -origen, nadie lo dude, de lo que hace unos días se convirtió en compromiso de adhesión a la UE de lo que fueron satélites de la URSS- y Carter con sus infatigables mediaciones, tantas coronadas por el éxito, para desactivar los focos de conflicto que la arrogancia y la injusticia sólo multiplican. En estos tiempos de matonismo zafio, honrar a ambos es no sólo justo, es un consuelo.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_