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LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Columna
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La rendición de ETA

Hay que decirlo cuanto antes. Es gravemente calumnioso afirmar como se hace desde el Gobierno y el PP que el PNV de Arzalluz e Ibarretxe apuesta por la permanencia de la banda terrorista ETA. Las pruebas a sensu contrario son abrumadoras y es una falacia ignorarlas. Sabemos a partir de nuestra iniciación en las matemáticas elementales que sólo desde un planteamiento correcto es posible encontrar la solución de un problema y ese principio debe ser respetado porque la falta de honradez intelectual y política pasaría facturas inasumibles. El PNV quiere el fin de ETA y en eso coincide con las restantes fuerzas democráticas. Entonces la diferencia reside en cómo cada uno se representa ese final.

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Para los firmantes del pacto por las libertades y contra el terrorismo, se trata de llegar a la extinción de ETA mediante su derrota sin paliativos, en tanto que el PNV preferiría escenificar ese final de la banda mediante una nueva versión reconciliadora como la del abrazo de Vergara entre el general Baldomero Espartero, jefe de los ejércitos cristinos, y el general Rafael Maroto, al frente de las huestes carlistas. También, si se busca una composición pictórica más imperecedera, puede evocarse la imagen velazqueña de la rendición de Breda en 1625 para encontrar a Justino de Nassau alineado en el bando de Mauricio de Orange entregando las llaves de la mencionada ciudad flamenca a Ambrosio de Spínola, que mandaba los tercios de Felipe IV. Porque asistir a una espléndida recuperación del Sitio de Breda queda ahora al alcance de todos leyendo la versión de Herman Hugo, capellán del marqués, anotada y presentada por el diplomático Julio Albi para Balkan Editores (Madrid, 2001). Así pues, volviendo a la cuestión, las diferentes opciones en presencia son las del acuerdo honorable o la rendición incondicional de la banda.

Reparemos ahora en que la escena final está siempre cargada de consecuencias de futuro y también de pretérito. Así lo vieron con perspicacia, por ejemplo, los mandos que ordenaron el asalto al Congreso de los Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981 con efectivos armados reclutados mediante el engaño. Por eso urdieron con terquedad en las horas finales el llamado pacto del capó para establecer que saldrían los últimos después del desalojo del palacio, que se situarían en formación y que cada uno de los jefes y oficiales de aquella astracanada saldría hacia el arresto en la sala de banderas de su correspondiente unidad acompañados por otro militar de superior graduación. Está en la mejor tradición española, como escribió un buen amigo en su libro El Golpe (Ediciones Ariel. Barcelona, 1981) y como recogen las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, 'la consideración y aún la honra del enemigo vencido', pero Tejero no se había presentado en el campo de batalla, se había limitado a intimidar con armas a unos rehenes inermes, y por eso aquella tropa irregular debería haber sido sacada de su error e inducida al abandono de su jefe de ocasión para que así, solo, desarmado y esposado, hubiera subido a un furgón policial con destino al establecimiento penal más adecuado.

El caso es que de semejante final falsificado algunos dedujeron que los insurrectos merecían consideraciones como las que después se les rindieron sentándoles en verdaderos sitiales durante la vista del juicio oral en aquella sala del Instituto Geográfico del Ejército y además sus exegetas se aprestaron enseguida a reescribir tan negra historia como si de un nobilísimo intento de salvar a la patria de todos se tratara (véase, por ejemplo, el último intento en el libro Hablan los militares, de Editorial Planeta, compuesto por el nunca bien ponderado director de la agencia Efe, Miguel Platón). ¡Qué argumentos tuvimos que oír por cuenta de quienes insistían en la necesidad de evitar a toda costa la división del Ejército, cuando eran quienes se habían sublevado y desobedecido los que se habían excluido para siempre de sus filas! El próximo día nos ocuparemos de la cobardía de aquellos políticos que dejan entrever algún automatismo susceptible de ser desencadenado autónomamente por los militares para contener los afanes secesionistas y explicaremos cuánta razón asistía al inolvidable Antón Yrala cuando decía que nada hay más españolista que propugnar la independencia del País Vasco. Vale.

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