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Columna
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Psicología del liderazgo

Josep Ramoneda

El debate de política general del Parlamento catalán tiene más resaca psicológica que política, aunque las consecuencias prácticas de algunos comportamientos sean evidentes, porque el desdén con que Pujol llevó todo el debate deja a la coalición gobernante con un sentimiento creciente de frustración -¿no formaba parte del guión que Pujol destrozara a Maragall?- y de final de época. Es difícil descifrar por qué Pujol optó por desactivar cualquier enfrentamiento con sus adversarios, por evitar cualquiera de los temas mayores que se colocaron sobre el púlpito del hemiciclo. Las explicaciones políticas las conocemos: van desde la incomodidad permanente por la relación con el PP (la política obliga a conductas masoquistas para no perder el poder, y el problema de estas sumisiones es que, a veces, se les acaba encontrando gusto) al miedo de que Carod se izara definitivamente con la bandera del nacionalismo con denominación de origen. Y, sin embargo, todas estas explicaciones resultan insuficientes. Pujol siempre le ha tenido ganas a Maragall, ¿por qué se las reprimió? Pujol siempre ha querido dar una lección y unos cuantos consejos a Carod, ¿por qué se aguantó?

El argumento con que el presidente arrancó su réplica a Maragall -'su discurso ha sido muy flojo, muy pobre'- es eficaz dialécticamente si va seguido de un rapapolvo con todas las de la ley. Cuando la continuación se reduce a unas cuantas divagaciones y muchos tópicos, el argumento revierte contra el que lo usa. ¿No será que no tenía respuesta o que no tenía ganas de responder? Esta es la sensación que quedó, lo cual agranda el pesimismo del universo convergente, que se siente ya camino de la orfandad y empieza a preguntarse qué será de ellos cuando Pujol no esté.

Creo que la actitud de Pujol tiene mucho que ver con su decisión de no volverse a presentar, de pasar el testigo a Artur Mas. Los líderes políticos cuando saben que esto se acaba, que la próxima batalla ya no son ellos quienes tienen que ganarla, cambian, pierden en cierto modo los mecanismos de autocontrol que les llevaban a representar en cada momento el papel adecuado, sin concesiones a la melancolía ni a las bajas pasiones. Curiosamente, a José María Aznar le está pasando algo parecido, sólo que si a Pujol el relajamiento le ha producido la desidia, a Aznar le ha entrado la rabia, la derechona castellana recia que lleva dentro y que hasta la mayoría absoluta había conseguido administrar y controlar adecuadamente. Pujol se va y, quiérase o no -más a su edad-, no tiene la misma tensión que tenía antes, cuando sabía que todo dependía de su propia suerte. Este año que queda se le va a hacer muy largo. Y a los suyos les costará mucho entender que el presidente se deja llevar por el desdén. Al descubrir que la tabla de salvación ya no existe, ¿reaccionarán o quedarán en bloque a la deriva? La atonía del debate no hace más que alimentar la sensación de cambio. Por tanto, invita a la parte más nacionalista del electorado convergente a buscar fortuna en Esquerra Republicana para contrapesar la futura mayoría.

También para Maragall el debate tiene resaca psicológica. Maragall quiere siempre sentirse querido, la condición de adversario no debe impedir el reconocimiento e incluso el afecto. Si su sueño es que Cataluña y España no sólo se entiendan, sino que además se quieran, ¿cómo no va a pretender que el presidente responda al cariño que él le dio? De nada le sirvió colocar a Pujol en el lugar supremo de la política catalana, junto a los otros presidentes -mitificados por la historia- que engrandecieron y honraron la Generalitat. Pujol ni siquiera le dio las gracias, le dijo que le dejaban frío los elogios de sus rivales. En urbanidad, el presidente nunca ha sacado sobresaliente. Pero Maragall no entiende que Pujol tenga elogios para los socialistas de medio mundo -Giddens, Blair, Schroeder, Schmidt, e incluso, indirectamente, el propio Zapatero- y sea incapaz de tener un solo recuerdo positivo para algún socialista catalán. Maragall se cree que el presidente de la Generalitat lo es de todos los catalanes. Y le sorprende que pueda haber socialistas buenos, con una sola condición: que no sean catalanes.

Tengo la impresión de que Maragall en vez de ofenderse debería entenderlo como sintomático: de la idea de país que tiene Pujol y de que él es considerado el adversario que se debe batir, al que no hay que hacer concesiones ni siquiera por cortesía. No es nada nuevo -lo ha demostrado durante más de 20 años- que Pujol entiende que en Cataluña es bueno todo aquello que se ajusta y se adapta a su política y a su manera de entender el país, y que lo demás, simplemente, hay que neutralizarlo o conllevarlo. Lo que sí es, ciertamente, un poco injusto es que Pujol no haya reconocido a los socialistas lo mucho que han hecho durante años por no molestarle, para no ser un escollo para su hegemonía.

De nuevo la psicología: creo que Maragall tiene que olvidarse de Pujol. Pujol ya no estará, quedó claro en el debate. Es con Mas con quien tiene que competir. Puede ser duro para el candidato socialista a la presidencia. Puede pensar que los currículos son demasiado desiguales, que a él le corresponde codearse con el presidente por méritos contraídos y por liderazgo consolidado. Pero la realidad es la que es, y la realidad dice que Pujol se despide y que hay dos opositores -Maragall y Mas- que compiten para la presidencia de la Generalitat -con Carod en un papel nada secundario. A Maragall le conviene asumirlo pronto, porque si sigue mirando a Pujol, la psicología puede hacerle alguna mala pasada.

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