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Columna
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Aviación comercial

Así se llamaba, en los principios, con escasa diferencia entre los aeroplanos pilotados por Saint-Exupéry, que transportaban correspondencia y los que, en el primer tercio del siglo pasado, acarrearon pasajeros. Por razones de vecindad, pasaba muy a menudo por la plaza de la Lealtad, donde tenía su sede la LAPE, Líneas Aéreas Postales Españolas. Mi bautismo del aire tuvo lugar en el trayecto Barcelona-Madrid, pocos días después de ser ocupado por las tropas de Franco (creo que así ocurrió, aunque ya se sabe el tramo que hay entre lo que uno cree que pasó y lo que otros cuentan) en abril de 1939. Pienso que era un avión civil, pues yo nada pintaba en uno militar.

Entre aquellos días que podríamos llamar iniciales y hoy, el tránsito aéreo deja de ser aventura para convertirse en rutina. En décadas sucesivas trasladarse por el aire de un sitio a otro constituyó un acontecimiento excepcional. Daba la impresión de que siempre volaba la misma gente, todos se conocían y era suceso singular que una mujer viajase sola. Las faldas que entonces menudeaban eran las de las monjas y los curas, que se pasaban el día de un sitio para otro. Las damas solitarias acababan de heredar el misterioso halo de las madonas de los coches cama y con frecuencia eran las discretas y volanderas amantes de personajes poderosos que iban a reunirse con sus benefactores en algún discreto lugar.

Nuestro aeropuerto de Barajas, años cincuenta, era un modesto edificio, creo que de una planta, que albergaba, indistintamente, los vuelos internacionales y los domésticos. Un largo mostrador recibía las maletas que revisaban los carabineros. Algún pez gordo se insolentaba con ellos y exigía que se pusieran los guantes para hurgar en el equipaje. Al lado, una somera cafetería donde entretener la espera de los que partían y la de quienes recibían a los viajeros. Por la mañana, en una mesa cercana, desayunaban café con leche y naranjada los pilotos que se habían emborrachado en Villa Rosa la noche anterior. Hoy esa eventualidad parece muy remota. Los escasos automóviles particulares y los taxis accedían directamente a esa terminal y no antes de mediados de los cincuenta se instaló un barrote de madera que manejaba un empleado, para filtrar el acceso a las pistas. Lo recuerdo bien porque insistí con el chófer que me conducía y le hice parar delante del morro de un Caravelle, ya en rodaje, con la pretensión de que me lanzaran la escalerilla y ocupar la plaza que había perdido. Como es natural, el justamente indignado piloto francés bramaba desde la cabina y me vi obligado a retirarme. En el colmo de la insensatez, exigí un libro de reclamaciones y redacté una queja que alguien prudente me instó a no dar curso. Hoy, las grandes compañías de navegación están al borde de la quiebra, o quebradas. Aquella Iberia de la que en ocasiones nos sentíamos orgullosos, anda manga por hombro, asfixiada por abrumadores gastos, privatizada y sin el respaldo pródigo del Estado. Dos cuartos de lo mismo les ocurre a los que fueron gigantescos monopolios, la TWA, BEA, SABENA, Alitalia, que apenas pueden soportar los desaforados gastos generales. Hace casi 20 años escuché el autorizado y sombrío pronóstico de un alto directivo de Air France, cuando parecía impensable que aquellas orgullosas alas pudieran abatirse. Ponía como ejemplo la estrategia de las pequeñas compañías en EE UU, recortando gastos propios, afilando las tarifas, lo que era acertado en un país de grandes dimensiones cuyos vuelos nacionales cubren gastos y producen beneficios, en tanto se arruinaban las mastodónticas sociedades transoceánicas. Hoy pasa lo mismo. Modestas empresas con gran usura de medios de explotación llevan sus aparatos, medianos y grandes, abarrotados. El comandante, un copiloto, la presencia a bordo de una o dos azafatas -según la capacidad- y el personal burocrático imprescindible, tienen sus aparatos llenos, a un precio inferior a la mitad que las líneas regulares. La mayoría de los billetes se vende por Internet, con el ahorro de la intermediación de las agencias de viaje. Claro que por ese camino peligran puestos de trabajo, pero abocar en la ruina resulta, también a la corta, un desastre que, además, pagan usuarios y personas que no utilizan esos servicios. Como es perogrullesco suponer, ni los aviones, ni los aeropuertos, ni siquiera los pasajeros se parecen a los que llegaban al barracón de Barajas, confiando, a partes iguales, en la pericia de los aviadores y en la divina Providencia.

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