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Columna
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Cortes

Visité una vez en la Universidad de Bolonia el aula donde, en el Renacimiento, se daban las lecciones de anatomía. Era un anfiteatro mínimo, recogido, en cuyo centro habían colocado una mesa de disección, de mármol blanco. Me impresionaron su belleza y su pulcritud. También su carácter: serio sin dramatismos, discreto sin falsa modestia, y sereno, como corresponde al asunto que allí se trataba, que era el conocimiento. Porque aquella gente cortaba para saber. Para comprender en la disposición de las vísceras, en el tendido de vasos, en la conjugación de músculos y huesos, la lógica del funcionamiento de la vida. Pero también buscaban algo más. Cortaban, abrían, separaban para encontrar el alma. Su ubicación y su condición exactas. Cortaban y cortaban y, sin embargo, el alma nunca aparecía.

Que Euskadi ha aprendido muy poco de la muerte salta a la vista. Y se debe seguramente a que no ha mirado ni mira de cerca al dolor. Y 'cerca' significa para mí con rebeldía y empatía. Hay que rebelarse contra el dolor y asumirlo como propio aunque sea ajeno. Porque el dolor humano nunca nos es del todo ajeno, extraño o extranjero. Es familiar y reconocible y probable, aunque no coincida con este instante ni este milímetro de nuestra particular vivencia. En Euskadi no hemos diseccionado el dolor, no lo comprendemos; de la fuente a las desembocaduras sigue siendo una incógnita. Que unos ridiculizan y desprecian. Que otros banalizan a fuerza de aplicarle los mismos clichés y los mismos usos. Que otros olvidan. Que otros subrayan. Y los que lo sufren, además de padecerlo, tienen que bregar con todo eso. Carga multiplicada, inclemente.

Hasta aquí la prehistoria de esta columna. La historia empieza ahora, con la presentación del diseño organizativo para Euskadi del señor Ibarretexe. Yo no tengo ningún inconveniente en aceptar que los nuevos tiempos europeos permiten, e incluso exigen, una nueva reflexión sobre las relaciones y los encajes entre estados, nacionalidades y regiones. Y que 'trans' va a ser el prefijo del futuro -versal, fronterizo, cultural, identitario-, y que es necesario por lo tanto trans-pensar imaginativa y excéntricamente. Y estoy dispuesta también a confiar en que un nuevo encaje y un nuevo pacto permitirían alcanzar consensos que representaran el principio del fin de nuestras carencias y desgracias sociales. Lo que cuestiono es la legitimidad del cómo y el cuándo de esa programación -programa más cadena más horario- del lehendakari.

Y aquí entra en juego Bolonia, aquel anfiteatro y aquella mesa. Porque hay legitimidades de cuerpo y de alma. Y llevamos semanas asistiendo a la disección del cuerpo de la democracia. Sobre la mesa de las instituciones vascas, su materia formal abierta en canal. Sus piezas separadas hasta la arteria, el cartílago, el nervio que permita ese recurso, aquel escaqueo, esta consulta. Despiezada la democracia, descubiertas sus articulaciones al máximo. Pero el alma no aparece.

El espíritu de la legitimidad democrática, que es respeto del cuerpo entero, armónico y vivo de las instituciones y de la participación ciudadana y de la pluralidad, no aparece. ¿Qué sentido tiene hablar de consulta popular cuando no se ha consultado nada ni con nadie antes de anunciar un modelo convivencial que nos cambia la vida? ¿Es legítimo llamar acuerdo a lo que en el mejor de los casos no sería sino forcejeo -quita y pon- a partir de un texto elaborado unilateralmente? ¿Es principio democrático puro apoyarse en la voluntad popular, en su legitimidad autodeterminadora, sin considerar la amenaza, la coacción, el temor que impiden o condicionan o mediatizan la formación y la expresión de la voluntad de una grandísima parte de la sociedad vasca? ¿Es honesto desentenderse del dolor, desentenderlo?

No lo creo ni lo veo ni lo siento. Lo que siento y veo es la co(a)rtada democrática y el dolor del corte, de la fisura social que el proyecto del lehendakari abre. Dedo gordo en la llaga. Incomprendida.

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