¿Fin del Imperio americano?
Antoni Negri y Michael Hardt, en su libro Empire (Harvard University Press, 2000), distinguen entre las modalidades propias del imperialismo de épocas pasadas y el concepto y formas de la categoría imperio que corresponden a las sociedades actuales. Para ellos, el Imperio es hoy necesariamente una estructura desterritorializada, sin límites espaciales ni temporales, soporte de una red mundializada de instancias y de actores productivos que instauran un orden mundial en el que se instalan y conviven todos los poderes y todas las relaciones de poder existentes en ese momento histórico. Por ello, su razón de ser depende de su capacidad para mantener esa convivencia; es decir, para resolver o neutralizar los conflictos, a cuyo fin instituyen la concepción jurídica del Imperio basándose en su construcción teórica y en sus propuestas prácticas. Pero la paradoja estriba en la contradicción entre una ambición de pacificación espacio-temporal ilimitada y en la posibilidad de ejercitarla sólo en espacios concretos y limitados. En consecuencia, la negación de su propósito esencial, derivado de la imposibilidad de cumplirlo, hace que el Imperio nazca y se presente como crisis, o, como escriben los autores, que ambos sean indistinguibles. Desde esta fundada y discutible formalización teórica, vengo al análisis empírico del Imperio estadounidense: ¿existe, está en expansión o en crisis?
De la mano de Michael Lind -The next American nation, the free press, 1995- y sobre todo de Emmanuel Todd -Après l'Empire, Gallimard, 2002-, cuáles son los datos fundamentales? El fin de la guerra ha significado en la década de los noventa una transformación notable de la situación que ha acentuado radicalmente la dependencia económica de EE UU del resto del mundo. En 2002, para mantener su nivel de consumo y su calidad de vida, no puede limitarse a su propia producción, sino que tiene que recurrir, cada vez más, a la importación. Esto es lo que explica el extraordinario incremento de su déficit comercial, que, entre 1990 y 2000, ha pasado de 100.000 a 450.000 millones de dólares. Para compensar este déficit, Estados Unidos tiene que apelar a capitales exteriores, lo que hace recurriendo a toda una serie de mecanismos cada vez más discutibles. En cualquier caso, los 1.200 millones de dólares diarios que necesita para financiar su consumo de bienes importados se destinan en buena medida al pago de bienes industriales, lo que ha tenido como consecuencia que su déficit industrial del 5% en 1995 suponga hoy el 11%. Este declive no se produce sólo en bienes industriales básicos, sino que ha alcanzado ya a los de tecnología avanzada, cuya balanza comercial ha pasado de un excedente de 35.000 millones de dólares en 1990 a sólo 5.000 en 2002 y será ligeramente deficitaria en 2002 (por no citar aquí el caso de Airbus, que fabricará en 2003 tantos aviones como Boeing, cuando hace 10 años estaba muy por detrás). En 1930, la producción industrial de EE UU suponía el 50% del total mundial; hoy, su posición es inferior a la de la Unión Europea y apenas superior a la de Japón. Este debilitamiento industrial es, entre otras razones, lo que explica que en California haya escasez de electricidad y en Nueva York falta de agua potable. No es de extrañar, por tanto, que se haya invertido la proporción inversora de Japón en EE UU y en Europa: en 1993 representaba 17,5 billones de yenes en la primera y sólo 9,2 billones en la segunda, mientras que en 2000 fueron 27 billones millardos en Europa y apenas 13 billones en Estados Unidos.
No conozco las razones que puedan explicar esta regresión, y las que aduce Todd no me parecen convincentes. Pero en lo que es difícil disentir es en que la satisfacción de la demanda estadounidense ha exigido la no satisfacción de la demanda global. En ello, aun sin aceptar la afirmación de Emmanuel Todd de que EE UU es la pirámide a la que contribuimos todos los países del mundo, Washington tiene una inmensa responsabilidad. ¿Una gran potencia con ese grado de dependencia económica puede ejercer, en virtud de su hegemonía imperial, la función de garante de la paz del mundo? ¿Puede asegurarle la agitación bélica -militarismo teatral lo llama Todd- contra países de segundo nivel la condición de Imperio? ¿Puede un país que ha sacrificado su sentido del universalismo y que ha renunciado a los valores que son el fundamento de su civilización y de la nuestra seguir imponiéndonos un tributo en dinero y en ideología imperial?
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