Nota al pie
JORGE LUIS BORGES opinaba (hiperbólicamente, diría yo) que 'Quevedo no es inferior a nadie', pero advertía asimismo que 'en los censos de nombres universales el suyo no figura'. La explicación creía hallarla en una sola penuria: a diferencia de Homero, Dante o Swift, don Francisco no había dado 'con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente'. 'La grandeza de Quevedo es verbal'. Bien está, como de Borges. Pero Borges, borgianamente, dice 'símbolo' donde convendría hablar de personajes e historias.
Españoles, grecolatinos, universales, los clásicos lo son en círculos menos concéntricos que secantes y de muy dispares diámetros. Quizá no se haya insistido lo bastante en que para alcanzar el contorno máximo, en el espacio y en el tiempo, un libro ha de superar dos pruebas: la traducción no especialmente feliz y la suprema traición de no necesitar ser leído.
A salvo neoclasicismos pasajeros (de Petrarca a Mallarmé), ningún poeta lírico en una lengua moderna llega a ser un clásico sino en la tradición de esa misma lengua. El perfecto, irremplazable ajuste de ideas y palabras (o de forma y fondo, no temamos decirlo) que da la permanencia a unos versos no puede nunca trasvasarse a otro idioma. Para que una obra 'se apodere' a largo plazo 'de la imaginación de la gente', no ha de ir demasiado apegada a su formulación lingüística originaria, sino dejarse parafrasear, manipular, en definitiva traducir. Por fuerza, pues, ha de tener un contenido esencialmente narrativo y girar en torno a unas figuras de singular interés.
Pero, también por ahí, un clásico es además un libro que vive en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una comunidad; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído. La Eneida fue un clásico antes incluso de ser compuesta.
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