Herramientas del destino
Como suele ocurrir con los grandes novelistas, hay en las obras de Anne Tyler algo que hace inconfundible su autoría, un toque personal que sólo ella es capaz de proporcionar. ¿En qué consiste ese toque? ¿En esa sabia mezcla de calor y escepticismo? ¿En el suave humor que tiñe su natural tendencia a comprender y disculpar a sus semejantes? ¿En la rara relación de familiaridad que inmediatamente se establece entre los personajes y el lector? Se adentra uno en la lectura de cualquiera de sus novelas y desde el primer momento tiene la sensación de que su trato con los protagonistas viene de antiguo, y lo que nos atrapa de ellas no está tanto en el conocimiento como en el reconocimiento, en el reencuentro con seres, circunstancias, sentimientos que en un momento u otro han formado parte de nuestra vida.
CUANDO ÉRAMOS MAYORES
Anne Tyler Traducción de María José García Ripoll Alfaguara. Madrid, 2002 362 páginas. 17,95 euros
Pese a que la escasez de
novelas de Anne Tyler que permanecen vivas en los catálogos de las editoriales españolas podría dar a entender lo contrario, no me cabe la menor duda de que nos encontramos ante una autora altamente adictiva. Sus libros responden con frecuencia a un único patrón: crónicas de familias de hasta cuatro generaciones, generalmente de Baltimore, generalmente herederas de un esplendor algo apolillado, con problemas y contradicciones que no son generalmente demasiado graves. También su galería de personajes podría calificarse de limitada: adolescentes difíciles, ancianos distinguidos y extravagantes, mujeres nerviosas y abrumadas, hombres maniáticos y rutinarios. Y, por supuesto, sus procedimientos narrativos no varían demasiado de un libro a otro: narrador en tercera persona que adopta el punto de vista del protagonista, diálogos que se sustentan sobre un magma de convenciones sociales y medias verdades, largos saltos temporales que apuntalan definitivamente el presente de los personajes. Las novelas de Anne Tyler se parecen mucho unas a otras, y uno tiene la impresión de que en todas ellas nos habla de sí misma y de quienes la rodean. Lo que ocurre es que, al hablar de esa gente, nos habla en realidad de nosotros, de sus lectores, y nuestra satisfacción aumenta a medida que ante nuestros ojos reaparecen sus criaturas y sus motivos, que son los nuestros: de ahí esa condición de escritora adictiva.
Cuando éramos mayores es una novela tan tyleriana como cabría esperar, y no resultaría complicado establecer la genealogía de la mayoría de sus personajes: si Will Allenby y su hija recuerdan respectivamente al Macon de El turista accidental y la Evie de Cuesta abajo, en las hermanas Davitch y el viejo Poppy no es difícil reconocer los rasgos de las mujeres y el abuelo de la familia Peck de Buscando a Caleb... La protagonista, sin embargo, es Rebecca, una viuda de mediana edad que desde hace años viene ocupando un lugar central en su familia política y que, en un momento dado, se pregunta cómo habría sido su vida si, en lugar de casarse con el que fue su marido, Joe Davitch, se hubiera casado con Will Allenby, su novio de adolescencia y juventud. La historia de Rebecca no es tanto la de una frustración (con Joe llevó una vida razonablemente feliz) como la de una curiosidad, la misma curiosidad que tarde o temprano acaba asaltando a todos los seres humanos: ¿qué habría sido de nosotros si, en lugar de escoger la vida que escogimos, hubiéramos optado por esa otra vida que el destino nos tenía reservada?
Novela grande de una de las más grandes novelistas actuales, Cuando éramos mayores nos habla del destino y sus herramientas, de la inevitable pervivencia del pasado en el presente, de la pequeñez del individuo ante un mundo en permanente transformación... Pero sobre todo nos habla de la vida, de la de sus personajes y de la nuestra, y al hacerlo consigue obrar el mayor prodigio de la literatura, que no es otro que crear precisamente vida donde en apariencia sólo hay palabras.
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