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El enigma brasileño

Cuando preparaba un primer viaje a Brasil a comienzos de 1957, a mis veinte y tantos años de edad, me encontré en una de las galerías de la Biblioteca Nacional de Chile con Raúl Silva Castro, crítico de la vieja escuela, hombre amable, generoso, de cultura literaria. Silva Castro escuchó mi proyecto y puso cara de pregunta o de duda. 'Brasil', me dijo al fin, 'es un país enorme, pero demasiado aislado por el idioma'. Repetí la frase a mi llegada a Río de Janeiro y el asunto se convirtió de inmediato en un chiste de grupo. '¡Un país muy aislado!', exclamaban mis amigos de Río, y soltaban la risa. Lo que ocurre es que la conciencia del enorme tamaño de Brasil, de su fuerza, de su capacidad no bien aprovechada, no bien entendida por el resto del mundo, es algo que domina y que se nota en todos los sectores del país. Yo había conocido desde Chile a escritores, poetas, cronistas, gente que suele tener una visión crítica o por lo menos irónica de estas cosas, y me sorprendía la sensación compartida por todos ellos de lo grande, lo original, lo único de la nación brasileña. No era fácil comprender a fondo el tema: entrar de verdad en el secreto. Porque en aquella sensación de grandeza había elementos de irritación, de frustración. Brasil era el país del futuro, como había escrito Stefan Sweig, pero parecía que ese futuro siempre quedaba postergado, que no llegaba nunca. Y no se sabía con exactitud, con claridad, de quién era la culpa.

En los días de ese primer viaje a Río se decidió el concurso del llamado Plano Regulador de la futura capital, Brasilia, construida por el presidente Juscelino Kubitschek en cumplimiento de un mandato constitucional. Se trataba de colocar la capital del país en el centro del vasto territorio, lejos de la delgada franja costeña, y se pensaba que así la nación conseguiría, por fin, el impulso que le faltaba, que daría el gran salto hacia el primer plano del escenario internacional. Mis amigos me llevaron a la casa, en los primeros contrafuertes de la 'floresta' del sur de Río de Janeiro, del arquitecto Óscar Niemayer, el diseñador del Parlamento, del Palacio de la Alborada, de los principales edificios públicos de la futura ciudad. Me acuerdo de haber cambiado un par de palabras con el arquitecto finlandés Alvar Aalto, uno de los miembros del jurado que acababa de premiar la propuesta de Lucio Costa. Se respiraba en el aire el concepto de la arquitectura en su forma utópica, extrema: la creación de una ciudad desde la nada, a partir de la mente humana, para la perfección de los hombres, algo así como un nuevo Renacimiento, y un Renacimiento que iba a tener lugar, esta vez, precisamente, en el Nuevo Mundo. Visité Brasilia casi treinta años más tarde, en los comienzos de la transición política brasileña, de su salida de la dictadura, y tuve la clara impresión de que la utopía inicial había perdido el rumbo hacía rato. Los buses cargados de empleados y de obreros partían en las tardes hacia un conjunto lúgubre de ciudades satélites. Los funcionarios hacían largas colas en el aeropuerto cada viernes en la tarde para escapar de la utopía por un par de días. Como se sabe, los utopismos, los milenarismos, las fundaciones y las refundaciones son parte de la historia latinoamericana. En el caso de Brasil, ese gigante aislado, como me dijo el crítico chileno, los intentos milenaristas son una historia siempre reveladora y mal conocida.

En estos días, en la misma biblioteca donde me encontré hace casi medio siglo con Silva Castro, acabo de toparme con un libro divertido y casi desconocido, Tres meses en Río de Janeiro, obra publicada en 1911 por Joaquín Edwards Bello. El joven autor había publicado su primera novela, El inútil, en 1910. Fue tan grande el escándalo en el mundillo social santiaguino, que Joaquín, el inútil de Joaquín, como se decía en la casa de mi abuelo paterno, optó por esconderse en una casa de mala fama de la calle Borja, allá por el barrio de la Estación Central. Poco después tomó un tren a Buenos Aires y se embarcó en un barco de carga a Río de Janeiro. Trabajó de botones en un hotel barato, fue reconocido ahí por un amigo de la familia e instalado en el Gran Hotel Sul América, en una especie de casa de campo tropical situada en la elegante Rua do Catete. Edwards Bello cuenta que en las habitaciones de al lado de la suya vivían el mariscal y senador Pires Ferreira con su esposa y su hija. El mariscal se había distinguido en la llamada Guerra de Canudos y había derrotado a Antonio Conselheiro, el profeta iluminado, el personaje de Euclides da Cunha y de Mario Vargas Llosa, en la última de las batallas de aquel conflicto, es decir, para entonces, en el último de los episodios del porfiado milenarismo latinoamericano. La hija del mariscal era un ser dulce, melancólico, encantador. Pires Ferreira, en cambio, era conocido como Vaca Brava. Vaca Brava contra los místicos del noreste. A Joaquín, a sus 23 años, por el hecho de andar bien lavado y bien vestido, con la ayuda del amigo de la familia, lo trataban de 'Excelencia'. Y le decían, entre Vaca Brava y sus visitantes, con palmadas amistosas en la espalda, que Chile era un 'país pequenino, porém corajoso'.

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La gente de Brasil que he conocido a lo largo del mundo me ha hablado muchas veces de Chile como país pequeño. La idea del tamaño, de las dimensiones geográficas y demográficas, es una auténtica obsesión del nacionalismo brasileño. Un intelectual conocido, influyente en el Gobierno de Fernando Enrique Cardoso, me dijo hace poco que a ellos les interesaba la presencia de Chile en el Mercosur, pero no por su fuerza, precisó, sino 'por su inteligencia'. Algo hemos progresado en la imagen, pensé, y me reí por dentro. Ahora veo que Luis Ignácio da Silva, Lula, que tiene altas posibilidades, en este su cuarto intento electoral, de llegar a la presidencia de la República, ha tratado a Argentina de 'republiqueta'. Reconozco este lenguaje, pensé, y compruebo que a Lula le falta mucho que aprender todavía en materias de diplomacia. Pero lo que me interesó y me inquietó más fue la recuperación por parte de Lula de los viejos tonos de la grandeza, del nacionalismo, de esa noción iluminada, casi religiosa, del futuro, que suele reaparecer en la vida brasileña. Brasil, 'terre d'avenir', decía Sweig, y sabía que con esas palabras adulaba a sus anfitriones. Lo curioso del caso es que este nuevo lenguaje de Lula, que no tiene nada de nuevo, que se utilizó en los tiempos optimistas de Juscelino Kubitschek y, sobre todo, durante la dictadura de Getulio Vargas, ha provocado un alza evidente de su puntaje en las encuestas. Parece que Lula sugirió hace pocos días, en un discurso ante las Fuerzas Armadas, que Brasil podría haberse equivocado al firmar tratados internacionales de no proliferación nuclear. En otras palabras, agitó frente a los militares el señuelo del país como nueva potencia nuclear, ni más ni menos. Tampoco es un tema nuevo. En los tiempos del general De Gaulle y de la dictadura de los generales brasileños, la primera de la serie que después terminó por imponerse en toda la región, la idea gaullista de la disuasión nuclear nacional tentaba siempre a brasileños y argentinos. Yo trabajaba en la diplomacia chilena en Francia y observaba estos fenómenos desde una relativa cercanía.

Lula agrega, como es previsible y como es muy fácil hacerlo en estos días, el poderoso ingrediente antinorteamericano. Él sería el adalid de la 'dignidad brasileña', que los demás candidatos no representarían con la misma integridad, y lucharía para lograr un trato igualitario de parte de Estados Unidos y no de república bananera, esto es, de 'republiqueta'. Se demuestra una vez más que la política es una cuestión de lenguaje, de medios de comunicación bien empleados. Lula corrige su discurso populista tradicional, ya desmentido por las realidades económicas actuales, y encuentra en el viejo tono nacionalista, en la noción de una grandeza no reconocida, postergada, en cierto modo humillada, un punto sensible, una clave profunda, que probablemente va a llevarlo a la jefatura del Estado. El hombre es astuto, ha demostrado inteligencia, y es más que seguro que va a cambiar en el poder, puesto que el poder, y con más razón si se trata de un país grande, complejo, cambia siempre a las personas. Pero habrá momentos de navegación tormentosa, de eso tampoco me caben muchas dudas.

Siempre, desde aquel viaje remoto, he sentido que Brasil es un país fascinante y enigmático. Me ha planteado muchas preguntas y estoy lejos de tener todas las respuestas. Mi último libro publicado es un largo ensayo y una antología de textos de Machado de Assis, el clásico de la novela brasileña de finales del siglo XIX. Machado de Assis había nacido en los morros de Río de Janeiro, en lo que son las actuales favelas, y era hijo de una lavandera y de un pintor de paredes mulato, pero desconfió siempre de toda demagogia y de todo gigantismo. Escribía novelas a la manera de los humoristas ingleses del siglo XIX, con una sonrisa irónica, con distancia, pero así consiguió crear las atmósferas más cariocas, más latinoamericanas, de la literatura de su época. Tengo la impresión de que ahora sólo es una estatua frente a la Academia Brasileña de Letras, fundada por él, y un fantasma más bien desvaído. Pero me imagino que volverá pronto, cuando pase la fiebre de las promesas electorales y de las palabras infladas y huecas.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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