Mentir para seguir viviendo
Las familias de los guardias civiles destinados en Euskadi necesitan inventarse una vida paralela para protegerse
Se sienta en el rincón más discreto de la cafetería y dice en voz baja: 'Me gustaría que mi hija estuviera ahora sentada aquí porque sólo ella sabe toda la verdad de esta historia'.
Y enseguida esta mujer todavía joven, madre de dos hijos y esposa de un guardia civil, empieza a contar hasta donde ella alcanza a saber: 'Mi hija sale muy temprano de la casa cuartel camino del instituto. Muchas veces lo hace campo a través y vestida como la más radical de sus amigas. Su obsesión es la de todos nosotros: que nadie nunca llegue a sospechar que su padre no es periodista, sino guardia civil; y que ella no vive en un edificio cualquiera de cualquier barrio de San Sebastián, sino nada más y nada menos que en el cuartel de Intxaurrondo. Cuando la veo así vestida me dan los siete males. Ella me tranquiliza: no te preocupes, mamá, que yo tengo las ideas muy claras. Un día -lo he sabido después- la llegaron a captar para un grupo de lucha callejera. Ella dijo que sí, que estaba de acuerdo con la independencia de Euskadi, pero por métodos pacíficos. Gracias a Dios la dejaron en paz. Por eso le digo que yo puedo contar parte de la historia, pero, ¿cómo voy a saber lo que pasa por la cabeza de una niña de 15 años sometida a esa presión diaria?, ¿cómo voy a sospechar siquiera los peligros que corre y que ella no me cuenta para no preocuparme?'.
'Ahora nadie duda de que los etarras sólo son unos criminales. Eso reconforta'
Otros superan los fantasmas y hacen amistades. Son los que corren más riesgos
'Mi hija tiene las mismas amigas que cuando llegó, pero ninguna sabe la verdad'
Esta mujer sigue contando la historia sin perder la sonrisa, y no es éste un dato sin importancia. De hecho, ninguno de los guardias que han aceptado hablar sobre su vida en el País Vasco lo ha hecho de una manera dramática o solemne. Todos reconocen que es una vida triste, llena de precauciones, sobresaltos y mentiras, pero que es muy distinta a la que ellos mismos u otros compañeros vivieron dos décadas atrás cuando...
'Mire', interviene un oficial a quien le acaba de venir a la memoria un recuerdo muy gráfico, 'sería el año 1982 o quizás 1983. Dos guardias muy jóvenes llegaron al cuartel de Herrera, dejaron sus maletas y salieron a hacer su primera ronda. No regresaron. Cayeron en una emboscada esa misma tarde y al día siguiente volvieron a su tierra dentro de dos ataúdes'.
El asesinato, el pasado martes en Leitza (Navarra), del cabo Juan Carlos Beiro ha traído a la memoria de los guardias aquella época lejana y terrible. 'Unos años muy amargos', tercia un agente nacido en Bilbao, 'y no sólo por el número de muertos. Yo recuerdo que hasta gente de mi familia se refería a los guardias muertos con comentarios despectivos del tipo algo habrá hecho. Además, los terroristas de ETA todavía eran para mucha gente de aquí una especie de soldados, de patriotas vascos'.
'El resultado de todo aquello', prosigue, 'es que caíamos como perros y así nos enterraban, casi en la clandestinidad. Ahora todo eso ha cambiado: a nadie le cabe ya duda de que los etarras sólo son unos criminales. Y eso, quieras que no, reconforta'.
'Es curioso', añadía el pasado jueves un oficial de Intxaurrondo, 'pero hoy tengo sentimientos encontrados. Anoche se me saltaron las lágrimas viendo por televisión el entierro del compañero asesinado, pero hoy, al enterarme de que el fiscal de San Sebastián se ha querellado contra los concejales de Batasuna que nos insultaron en el pleno, he sentido un gran alivio. Parece que ya se van terminando los tiempos en que moríamos gratis un día sí y otro también. En aquellos años ni podíamos imaginar que al funeral de un guardia podía ir el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición'.
La vida de cualquier guardia civil en Euskadi es en realidad una doble vida. Una, la verdadera, sólo la conocen los más íntimos. La otra, la de mentira, les sirve de pantalla indispensable para salvar el pellejo.
Hay guardias que en su vida ficticia son fontaneros, representantes de comercio o funcionarios de la administración, pero mantener el engaño no es tan fácil. 'Cuando llegué de Sevilla', dice un agente, 'no había pisos libres en el cuartel de Intxaurrondo, así que tuve que buscarme un piso fuera y lo conseguí en el barrio de Egia, donde viven muchos radicales. Siempre procuraba aparcar el coche de tal forma que consiguiera ver si me habían colocado una bomba sin necesidad de agacharme, pero no siempre era posible. A veces tenía que tirarme al suelo con cualquier excusa, como que se me habían caído las llaves, para poder revisarlo sin que los vecinos se dieran cuenta de lo que estaba haciendo. No era sencillo. Ni eso ni que descubrieran, de una u otra forma, mi profesión verdadera. Un día estaba con mi mujer y mi hija de dos años y medio en un bar y de pronto pusieron en la televisión una operación de la Guardia Civil contra el narcotráfico. Cuando empezaron a salir coches y motos y agentes vestidos de verde, mi niña señaló al aparato y dijo: ése es mi papá. Ahora me río, pero pasé un apuro terrible hasta descubrir que la gente no se había dado cuenta'.
Los protagonistas de vidas tan difíciles -o al menos tan difíciles de entender por la mayoría de la gente- reconocen que, dentro del dramatismo, hay aspectos de su vida que a veces resultan cómicos. Una de las guardias, nacida en Euskadi, se metía el pasado viernes con dos de sus compañeros -uno de Madrid y el otro de Sevilla- por su forma de vestir.
'A los que somos de aquí', decía ella, 'nos es más fácil confundirnos con la población que a vosotros, sobre todo antiguamente, que veníais con zapatos negros y calcetines blancos, y así no había manera de pasar desapercibidos'. Ellos aceptaban la crítica de buena gana e incluso aportaban su granito de arena. 'Te calaban', explicaba el andaluz, 'por las cosas más insospechadas. Un ejemplo: la forma de conducir. Aquí nadie conduce con el brazo apoyado en la puerta y el codo por fuera de la ventanilla. Veían a alguien conduciendo así, y decían: ahí va un guardia'.
Hay otros, sin embargo, que pasan su periodo forzoso en el País Vasco como un verdadero calvario con consecuencias psicológicas a su regreso. Uno de los agentes, nacido en Toledo, dice: 'He tenido compañeros que veían al enemigo por todas partes. Sé de algunos que le dan a otros su tarjeta de crédito para que les saquen dinero o les piden por favor que les compren 200 gramos de jamón y unos tomates por tal de no salir a comprar'.
Otros, en cambio, prefieren superar los fantasmas y hacer amistades. Son los que guardan un mejor recuerdo de su paso por Euskadi, pero también los que corren más riesgos. 'Nunca he tenido miedo', dice un guardia, 'jamás me lo he planteado, pero entiendo que la gente que tiene familia se aleje de nosotros, pero sí he tenido en cuenta que los objetivos más fáciles son los que se han integrado más en la sociedad'.
'Mi hija', dice la esposa del guarda civil destinado en Intxaurrondo, 'sigue teniendo las mismas amigas que cuando llegó aquí, pero ninguna de ellas sabe la verdadera historia. Ella nunca ha ido a sus casas para no tenerlas que invitar después. No podría. Mi hija no vive donde dice ni su padre es quien realmente es. Todos los padres les dicen a sus hijos que mentir es malo. Nosotros, les decimos que según para qué...'.
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