Ustedes no se enteran
-Aquí no hay bicho viviente que entienda nada -se dijo, una vez más, Juan Urbano, mientras echaba a andar hacia que sea lo que Dios quiera, con el periódico en la mano y una serie de enfurecidas tachaduras rojas sobre la página de las ofertas de empleo-. A ver, cómo es posible que todas las empresas pidan lo mismo, gente joven pero con experiencia. ¿No es una contradicción? Y luego lo del currículum, hay que ver, resulta que para ganar 400 euros al mes te piden que hables cinco idiomas y seas capaz de mecanografiar Los hermanos Karamazov en 20 minutos. Y luego sale por la televisión mi ministro favorito, el señor Arenas Movedizas, ese que lo repite todo tres veces como si o él o nosotros fuésemos tontos, y nos jura que todo va viento en popa y que aquí el que no trabaja es porque no quiere. Y luego, nos hace ver que la forma de que baje el paro es abaratar los despidos, porque el país funcionará si todos hacemos un esfuerzo, un esfuerzo, un esfuerzo. Yo no entiendo nada.
Y, efectivamente, Juan Urbano no sólo no entendía nada, sino que estaba convencido de que los poderosos del mundo habían inventado esa retórica vacía, soberbia e hipócrita con que le hablan a la gente normal, justo para eso, para no ser comprendidos, para esconderse detrás de sus palabras de cinco sílabas como quien se agacha tras unos arbustos. Cuando te escondes, puedes hacer lo que quieras, porque eres invisible, o eso es lo que se creen los salteadores, los espías y los cobardes.
A Juan, que no entendía nada pero estaba atento a todo, le indignaba ver en el periódico de esa fría y oscura mañana de septiembre tan llena de enero, la fotografía de unos miserables rumanos desalojados de sus chabolas del insalubre El Salobral y, al mismo tiempo, las fotografías de los tres concejales del PP que le habían robado al pueblo de Madrid su funeraria municipal.
Juan dejó que los datos de esa fechoría diesen vueltas en su cabeza como ropa sucia en una lavadora y sacó sus conclusiones.
Uno: el Ayuntamiento, por sugerencia de los inculpados, vendió la funeraria en 1992 por 0,60 euros, aunque su valor era de casi siete millones, y desde entonces el negocio había dado unos beneficios de 36 millones de euros.
Dos: un juez acababa de procesar a los tres concejales y al asesor que recomendó la venta, todos forrados presuntamente con la operación.
Y tres: dos de los concejales seguían en su puesto, otro había ascendido a diputado regional y el asesor se había transformado en dueño de la empresa que compró la funeraria. Si sumabas uno, dos y tres, te daba la palabra basura.
Los políticos del Ayuntamiento siempre alardeaban de su honestidad. Sin embargo, al propio alcalde le habían pillado un par de veces metiendo la mano en la caja del dinero público, nada grave, una inmoralidad pequeñita. Y, sin embargo al cuadrado, la próxima candidata a presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, también estaba en el Ayuntamiento cuando se privatizó la funeraria, lo cual, pues eso.
A los pobres rumanos de El Salobral les habría venido bien un poco de ese dinero sucio, la verdad. Aún les vendría bien, y quizá lo mejor sería que una parte del botín, si se recupera, se use para darle una educación digna a los rumanos que acaban de aparcar cerca del vertedero de Valdemingómez o a los cien españoles que aún viven, por llamarlo de alguna manera, en El Salobral.
Pero Juan Urbano no creía que fuera a pasar eso. Y más, cuando se sintió indispuesto, compró unas pastillas en una farmacia y, al consultar el prospecto explicativo, vio que lo que tomaba era una ortopramida procinética a nivel del tracto gastrointestinal que posee una marcada actividad procolinérgica que, mediante su bloqueo de los receptores presinápticos para la serotonina, aumenta la liberación de la misma resultando en una mayor actividad serotoninérgica, ya que su conducta antidopaminérgica, aunque discreta, contribuye al efecto terapéutico. '¿Lo ven?', se dijo, 'lo hacen para que no entendamos nada'.
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