Después de estos dos meses
Han sido dos meses horribles. Me refiero, claro, a la meteorología. Escasamente cinco días de sol y una veintena larga de días de lluvia. Las huertas se han resentido y todos aquellos productos cuya maduración depende del calor estival han acabado más bien raquíticos. Lo mismo ha ocurrido con las moras, que en agosto están llamadas a negrear cuando, acariciadas por el sol, se endulzan hasta alcanzar su punto de sazón: este año, nuestra tradicional cosecha de moras, golosamente consumidas en cada paseo o recogidas con mimo para elaborar mermeladas y compotas, se ha quedado en nada. Así y todo, después de estos dos meses las cosas han cambiado y el sol, un sol de agosto en septiembre, ha templado nuestros ánimos y ha hundido cada día sus dedos en la húmeda tierra. Lluvia y sol: infalible fórmula cuya combinación anuncia el afloramiento masivo de hongos y setas. Y así ha sido. Todos y cada uno de los días que hemos salido al monte hemos vuelto con varios kilos de setas, especialmente agaricus como el champiñón de campa, la bola de anís y la bola de nieve, algunos de ellos grandes como tazas, aunque también algunos excelentes boletus.
He pensado mucho estos días en la paradoja que supone el hecho de que en un ámbito como el natural, al que los seres humanos no tenemos otra opción que adaptarnos, muchas veces no haya mal que por bien no venga, mientras que en el ámbito social, sobre el que nuestra capacidad de intervención es elevada, cada vez más experimentemos la sensación de que las cosas que van mal están destinadas a emperorar sin que, aparentemente, nada podamos hacer para evitarlo. Dos meses pobres en sol son, al tiempo, expectativa de un futuro de riquísimas setas, sin que, por otro lado, podamos hacer nada para influir en lo uno o en lo otro. Por el contrario, dos meses pobres en diálogo se perciben como amenaza de un futuro de mayor confrontación, a pesar de que, en principio, está en nuestras manos enmendar y recomponer las situaciones sociales. No tenemos capacidad de intervención sobre los fenómenos naturales (sobre el régimen de lluvias, sobre las horas de insolación...) y, sin embargo, acabamos sacando provecho de circunstancias ingratas. Contamos con capacidad para influir en los acontecimientos sociales y políticos y, sin embargo, parecemos condenados a un perpetuo sinvivir.
Y es que han sido dos meses horribles también en lo político. El emplazamiento, actitud tradicionalmente característica de la política vasca, se ha convertido en la actitud dominante y omnipresente. Todo han sido emplazamientos: del Gobierno vasco al Gobierno español, de Arenas a Ibarretxe, de los unos a los otros, de estos a aquellos, de ETA a todos. No ha habido nadie que no se haya plantado en su propia plaza y desde allí, con la firmeza estéril de las rocas, no haya elevado su voz para emplazar al adversario: a cumplir la ley, a cumplir el Estatuto, a reprimir la manifestación, a romper el acuerdo de gobierno, a mostrar solidaridad, a mostrar firmeza. Emplazamientos que emplazan, que surgen desde una plaza fuerte para dirigirse a otra. Nada más lejos de la plaza pública, del ágora que convoca, reúne y entremezcla. Política pensada y practicada desde el interior de recintos amurallados diseñados para que nadie de fuera pueda entrar y para que nadie de dentro pueda salir. Lo que necesitamos son emplazamientos que inviten a habitar las plazas de todos. Emplazamientos que nos desplacen, que nos muevan y nos acerquen. Emplazamientos que rompan muros.
Como ocurriera a finales de agosto, cuando bajo el sirimiri empezaban a clarear las campas con los primeros diminutos sombreros de las setas, septiembre ha conocido algunos signos de cambio en la política vasca, signos que, hay que decirlo, proceden básicamente del espacio nacionalista: racionalización de las exigencias sobre el desarrollo del Estatuto, insistencia en el diálogo institucional, aplicación leal de las muy discutibles órdenes judiciales sobre Batasuna... Ello me lleva a pensar que después de estos dos meses tiene que venir un buen tiempo que nos permita esperar buenos frutos. La lluvia y las nubes han de dejar paso al sol, dando un respiro a una tierra anegada.
Pero no soy ingenuo. Estoy hablando de la meteorología.
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