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Columna
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Cuestión de precio

El otro día tuve que hacer cola en un estanco durante mucho tiempo, porque un señor estaba empeñado en que le cobraran más por la cajetilla de tabaco que estaba comprando. Cuando se fue enfadado porque sólo le cobraron el precio oficial, me acerqué a él tímidamente y le recomendé un psiquiatra. Me llamó ignorante por no haber leído en la prensa que la Organización Mundial de la Salud aseguraba que subir el precio del tabaco es la mejor medida para reducir la mortalidad asociada a su consumo. Algo así como paga más y morirás menos. Me fui de allí convencido de que era yo el que tenía que ir al psiquiatra.

La Organización Mundial de la Salud es genial. Algo que ya sabía desde hace tiempo, al menos desde que leí sus múltiples y sucesivas definiciones de lo que es la salud y la enfermedad. Pero ahora, además, es divertida, casi tanto como el Banco Mundial, que también avala el estudio sobre la subida del tabaco, indudablemente preocupado por nuestra salud, para fastidio y oprobio de los que desconfiamos de las instituciones económicas internacionales. Siempre pensé que la subida de los precios, en condiciones normales, beneficiaba al empresario. Pues no señor, ahora ya no. Desde que Marx no existe, digo yo que será eso, la cosa funciona al revés, suben los precios y se beneficia el consumidor.

Después de tantas zarandajas para conseguir que se deje de fumar, resulta que todo era mucho más sencillo. Se acabaron las tonterías del tratamiento, la modificación de conducta, las psicoterapias colectivas y el psicoanálisis didáctico. Al fin y al cabo, bobadas y parches de intelectuales más o menos fumados. Ahora todo consiste en definir claramente el eje del mal: súbeles el precio y ya verás como se apañan.

El problema es que se generalice el argumento, que se ponga de moda y contagie a las poblaciones de riesgo, a políticos y aficionados, siempre a la caza de ideas nuevas que sean brillantes y beneficiosas para nosotros. ¿Si funciona con el tabaco, por qué no con todo lo demás? Por ejemplo, subir el precio de los coches para disminuir los accidentes de tráfico o las tasas académicas para reducir los suspensos. Igual que los alimentos, aumentar su precio para impedir esa obesidad tan perniciosa para la salud, prevenir ataques de bulimia y demás grasas urbanas. O un precio más alto por el delito, pensando que así existirán menos delincuentes. También se piensa, y lo digo en serio, en pagar más por los escaños y votos dirigidos hacia la mujer, para consumir menos políticos varones que tan escaso resultado nos han dado hasta ahora y, a veces, hasta francamente dañinos para la salud de los ciudadanos. Y no digamos nada de las medicinas, que cuanto más suban menos tomaremos y descenderán así las enfermedades.

De verdad, son fantásticos. Cientos de investigadores y el prestigio entero de organizaciones internacionales para llegar a la conclusión de que todo lo que hacemos, en la salud y en la enfermedad, para lo bueno y para lo malo, es una cuestión de precio. Y no es verdad, porque lo único que demuestran es que hay argumentos tan tontos que no tienen precio. No se dejen engañar, ni lo duden, si nos hacen pagar más, viviremos peor.

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