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Berlusconización

En la historia político-partidista de las últimas décadas -la española en general, y en particular la catalana- de Italia habían llegado modelos, referentes, inspiraciones y complicidades sobre todo para la izquierda. El rotundo fracaso, en 1977, de los augurios del politólogo Juan José Linz -es decir, el naufragio electoral de la democracia cristiana en los comicios de aquel 15 de junio- hizo pedazos por mucho tiempo el espejo italiano de la derecha española. En cambio, para la izquierda hegemónica durante las postrimerías del franquismo y los albores de la transición -o sea, la comunista- la Italia coetánea constituía un ejemplo y un escaparate. Bastará recordar el estrecho coprotagonismo del Partido Comunista de España y de aquel mítico y mitificado PCI que acariciaba el sorpasso, de Santiago Carrillo y Enrico Berlinguer, en el alumbramiento del entonces prometedor 'eurocomunismo'; bastará recordar, más cerca de nosotros, el espejismo -creíble entre 1975 y 1977- de un PSUC mayoritario respecto de los socialistas, o los escarceos de aquél hacia Pujol, en busca de un eventual compromesso storico a la barcelonesa. En fin, confío en que no habremos olvidado ya la mucha tinta que hizo correr, a finales de la década de 1990, el asunto de un eventual Ulivo catalán, o la significativa elección que hizo Pasqual Maragall del lugar para su retiro-puente entre la alcaldía de Barcelona y el liderazgo electoral del PSC: en el Trastevere romano, a la vera de Francesco Rutelli.

Por el contrario, en el campo de las derechas el doble proceso de reordenación y metamorfosis tras las crisis de UCD y AP, por un lado, y de la Democrazia Cristiana, por el otro, se resolvió antes y con más claridad en el caso español que en el italiano. Mientras el Partido Popular de José María Aznar puso rumbo directo al poder desde 1993, lo alcanzó en solitario en 1996 y se fue consolidando en él, la victoria electoral del Polo della Libertà de Berlusconi, en 1994, fue frágil, y su paso por el Gobierno breve y abrupto, seguido por seis largos años en la oposición antes de reconquistar, en mayo de 2001, el cargo de primer ministro. Tal secuencia cronológica, así como el escaso pedigrí político-ideológico del magnate televisivo italiano, hizo que Aznar pudiese ejercer como mentor y modelo del Cavaliere, y apadrinar el ingreso de Forza Italia tanto en el Partido Popular Europeo como en la Internacional Demócrata de Centro (antes, Demócrata Cristiana).

Tal parece, sin embargo, que el padrinazgo ha cambiado de dirección, o que el papel de modelo se ha invertido. Y me refiero, naturalmente, a la boda; pero no a la boda como hecho familiar, social o mundano, sino a la boda como suceso político y como producto de imagen cuidadosamente concebido y escenificado; a la luz del elenco de invitados y de la cobertura que el evento ha tenido, negarle estas dos últimas dimensiones -política e imagen- sería tanto como negar la evidencia.

El otro día, el siempre admirado Forges incluía la boda de Ana Aznar y Alejandro Agag entre los materiales usados por el 'Negociado de Despiste Informativo' que cabe imaginar ubicado en algún semisótano de La Moncloa. Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya Verds, por su parte, quieren indagar el coste que para el erario público haya podido tener el enlace del pasado día 5. Y hay quien ha criticado la pompa y el aire dinástico -cardenal oficiante, marco regio, jefes de Estado y de Gobierno entre los convidados y testigos...- de toda la ceremonia nupcial. Sí, tal vez tengan razón; por mi parte, empero, no creo que la boda de El Escorial fuese ni una simple cortina de humo, ni un episodio de derroche de recursos públicos, ni siquiera una apoteosis de ínfulas de nuevos ricos.

No; si José María Aznar López decidió echar por la borda en una tarde toda su proverbial y mesocrática sobriedad, esa austeridad castellana modelada a golpe de visitas a los monjes de Silos y partidas de dominó en Quintanilla de Onésimo, hubo de ser por una razón más alta que la mera vanidad del padre de familia deseoso de exhibir su triunfo social. ¿Qué razón? Mi hipótesis es que, cruzado ya el ecuador de su último mandato, el presidente español y quienes le asesoran han caído en la tentación -o han hecho la apuesta- de la telepolítica, de esa política-espectáculo, pura mercadotecnia, en la que Silvio Berlusconi ejerce como maestro indiscutible. ¿Qué otro mensaje publicitario, no siendo 'la boda de la niña', hubiese podido dar de los populares -porque ésa fue una ceremonia de partido, de militantes, simpatizantes y allegados- una imagen más feliz y positiva, mezcla de glamour y falso interclasismo? ¿De qué otro modo habría sido posible enganchar durante horas y horas a millones de espectadores de la televisión rosa, a millones de devotos del papel cuché que son también, naturalmente, electores en plenitud de derechos, y tal vez no de los más politizados? Si la política televisiva del Ejecutivo de Aznar ya tenía mucho de berlusconiana -control gubernamental de las cadenas públicas y hegemonía sobre las privadas a través de empresas propias o afines-, las nupcias de Anita son para il Cavaliere todo un éxito exportador.

Y mientras la derecha, aquí y en Italia, se va construyendo sendos 'países a la medida' -plagio la frase de Curzio Maltese en La Repubblica del pasado sábado-, la izquierda le responde con las huelgas generales del último semestre y las amenazas de huelga para este otoño, los alegres girotondi o corros de protesta promovidos por el cineasta Nanni Moretti y una gran manifestación, mañana, en la romana Piazza del Popolo. O sea, frente a los peores trucos del siglo XXI, las mejores recetas del siglo XIX. En Italia y, me temo, también aquí.

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Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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