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Elogio de la irracionalidad

Hace un tiempo tuve ocasión de asistir al acto de firma del Compromís Ciutadà per la Sostenibilitat, Agenda 21, en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona. Y mientras se daba lectura al documento elaborado por el Consejo Municipal de Medio Ambiente y Sostenibilidad, me distraje un rato, a propósito de una frase que oí: 'Compartir los recursos sin echarlos a perder, porque ahorrar no empobrece'.

Vivimos en una sociedad que cuida mucho de la eficiencia. Todo lo que sea perder el tiempo, el dinero, los recursos, nos parece algo reprobable. Y está bien pensar así. Claro que, a renglón seguido, llevamos a cabo un gasto innecesario, con la excusa de que es tan poco dinero... ¿Vamos a tomar un café? ¡Vamos! Y entramos en el primer bar que nos encontramos. Y ni se nos ocurre pararnos a mirar la lista de precios, por si en el bar de al lado el café es más barato. Más aún, nos parece una falta de elegancia dar demasiada importancia a lo económico.

Los seres humanos aprendemos no tanto de los libros como de los ejemplos de otros, y de nuestra propia conducta

No sé si los ingleses son elegantes o no. Pero de mi primer viaje a Inglaterra recuerdo que me llamó la atención que, a la hora del té en una localidad turística, la gente se paraba a la puerta de los establecimientos para leer sus listas de precios, llenas de detalle (por una libra, usted tiene derecho a esto y aquello y lo de más allá; tomar esto otro le supondrá tantos peniques más...).

Quizá sea una pérdida de tiempo. O una falta de elegancia. Pero no es ninguna tontería. Los economistas solemos decir que, en una sociedad como la nuestra, en que la mano de obra es cara, no compensa arreglar las cosas. Y es verdad. Pero no toda la verdad. Cuando se rompe un juguete, el niño se acerca llorando a su padre o a su madre: '¡Arréglamelo!'. '¡Qué tontería!', le deberían contestar, 'es mucho más barato y eficiente tirarlo y comprar otro'.

Sí, pero ¿cómo va a aprender el chico que hay que cuidar las cosas, que hay que hacerlas durar, que nunca es un buen criterio el de 'como es tan barato comprar otro, y tan caro arreglarlo...'. ¿Cómo llegará a aprender que hay cosas que no vale la pena arreglar y otras que sí vale la pena arreglar, como una amistad deteriorada, la concordia familiar o la confianza de un amigo?

Por eso, al final, el padre o la madre dedicarán un par de horas a arreglar el juguete estropeado. Una actividad irracional, desde el punto de vista de la economía, pero enormemente formativa. Primero, para el chico, que ha aprendido con el ejemplo lo que significa cuidar las cosas, arreglarlas, no tirarlas aunque sean baratas. Y luego para el padre o la madre, que han tenido que actuar contra su comodidad, que han perdido el tiempo y que han tenido quizá que volver a aprender a sujetar la rueda rota de un coche de plástico, simplemente para ver aparecer de nuevo la sonrisa en la cara del hijo, y para convencerse de que hoy le han dado una lección pequeña pero importante.

'Ahorrar no empobrece'. Es verdad. Podemos pensar que, económicamente, es un mal uso del tiempo y de los recursos dedicarlos a algo que tiene tan poco valor. Pero en la vida debe haber algo más que eficiencia. Y a la larga, ahorrar nos puede enseñar a ser más eficientes. Y sobre todo a poner las necesidades de otros en el lugar que se merecen, que no es el puesto de la cola. 'Compartir el bienestar con los otros humanos, porque es más rico el que ofrece', decía el documento leído en aquel acto.

Sería un error pensar que esto es sólo un discurso bienintencionado. Hay una profunda realidad en esta manera de ver la vida. El problema radica en que, cuando uno renuncia a verla de esta manera, acaba quedándose ciego para entenderla. Y entonces le parece una tontería perder el tiempo intentando arreglar el juguete estropeado de su hijo, quizá porque piensa que lo que su hijo necesita es un juguete nuevo cuando, a lo mejor, lo que necesita es el par de horas que su padre o su madre dedicarán a devolverle la sonrisa y a enseñarle qué es más importante en la vida.

A partir de ahí se entienden mejor otras cosas: por qué es importante dedicar un tiempo para charlar, para pasear o para hacer cosas juntos; por qué hay que respetar el mobiliario urbano, los equipamientos y los servicios públicos; por qué no hay que dejar el coche encima de una acera o en un paso de peatones ('total, son dos minutos, y no hay ningún guardia urbano a la vista...'); por qué no hay que desperdiciar el agua, la luz o el uso del teléfono, aunque sean tan baratos,...

Pienso que no perdimos el tiempo en el Ayuntamiento firmando un compromiso que a bien poco nos compromete. Porque los seres humanos aprendemos no tanto de los libros como de los ejemplos de otros y de nuestra propia conducta. Un acto de ciudadanía hoy y otro mañana pueden acabar haciendo de nosotros unos buenos ciudadanos.

Antonio Argandoña es profesor de Economía en el IESE.

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