Parejas de hecho
¿Quién dijo que los comentaristas deportivos son los más porfiados agresores con que cuenta el idioma? Pues no; en ocasiones, resultan ser muy finos arcaizantes. Hace ya muchos años llamé la atención en algún 'dardo' sobre su empleo terco del imperfecto en -ra. Y aportaba aquel soberbio ejemplo, en que el locutor, dando cuenta de los abrazos de despedida que estaba recibiendo un jugador, dijo que quien se los daba en aquel momento era el 'masajista que tantas veces lo masajeara'. El encopetado vejestorio gramatical que es ese subjuntivo, en vez de masajeó o había masajeado (verbo casi obsceno que, seguro, habitará pronto en los sótanos del Diccionario), es un noble residuo gramatical propio como mínimo de vizcondes ('Lleva un título que otorgara Isabel II a un amante de mi tatarabuela, con aquel corazón generoso de Su Majestad'), no abunda ya tanto, pero está bien presente en la parla futbolera: 'Ronaldo que militara otrora en el Barsa y después en el Inter, y que se lesionara jugando en éste...'. Pues sus usuarios, no conformes aún con tanta antigüedad, apelan a menudo a otra palabra de levita cuando dicen por ejemplo que 'Sergi está presto para saltar al terreno de juego'. Adjetivo que encaja bien en los escritos literarios o casi, pero que, en el coloquio, impresiona tanto como un bañista con gola. Parece obvio que los usos orales debieran ser los propios de tales narradores de micro (¡y cuánto abusan de ellos muchos de ellos, aplebeyando pedestremente el idioma, empedrándolo de tacos soeces, violando la libertad de expresión hasta delinquir!); en el idioma llano que hablamos, ese presto sume en estupor si pilla de repente y no se está previamente dispuesto o preparado.
Hemos escrito líneas arriba que el subjuntivo tipo masajeara por masajeó no acaba de estar ausente de... Se empleó esta perífrasis en una reciente disertación televisiva, y no es fábula, sobre la acrilamida. Millones de hablantes ignoramos que es esa sustancia (para información de urgencia, consúltese Internet), y, sin embargo, hasta en el plato se nos mete. Porque según el experto disertante, 'hay pocos alimentos que estén ausentes de acrilamida'. Lo de menos es aquí ese extraño aliño de las comidas, sino la noticia de que nada de cuanto ingerimos está ausente de él. Créase que lo dijo así; y que el susodicho es capaz de advertir a alguien: 'No te contesté porque mi casa estaba ausente de mí en agosto'. La idiotez fue eyaculada por un científico (?), el cual, de haberlo reprendido alguien, tal vez hubiera alegado eso de 'no soy de Letras...': la excusa que ampara a tantos de su jaez, como si los de Letras fuéramos incapaces de transgredir, y como si no tuviésemos todos la obligación de tratar el idioma con buenos modales.
En este continuo deslizamiento de significados que va privando de matices nuestro hablar, haciéndolo por ello más ramplón, avanza la intromisión de incidente, bien suplantando a accidente, bien donde no debe, según se aprecia en la noticia de televisión que contaba cómo un hombre había sido gravemente corneado en San Sebastián de los Reyes durante el encierro que celebra tal población a la manera de Pamplona, porque hay gustos para todo. Dijo la locutora que el incidente había ocurrido cuando un toro se rezagó, etcétera. No es confusión escasa. Tengo anotado que, semanas antes, dando noticia de la terrible caída de un avión en Ucrania cuando hacía acrobacias sobre una multitud de espectadores, una radio precisó: 'Los aviones volaban ante un auditorio' de varios miles de personas; y una televisión nacional contó que el incidente había causado tantas o cuantas víctimas. Los medios se hartaron de llamar así al reciente incendio del Pirulí madrileño.
Los confundidos no aciertan a ver que los incidentes resultan de enfrentamientos entre personas, con o sin resultados graves. El accidente, en cambio, es una contingencia que acaece interviniendo cosas, aunque con frecuente afectación de personas y funesta a menudo. Así, un choque de trenes o la caída del mencionado avión. Será, en cambio, incidente la tángana que los sensitivos chicos del césped organizan por un quítame allá esa colleja. O el encontronazo diario entre batasunos y Ertzaintza. La gravísima cogida en el pueblo madrileño no fue un incidente porque no ocurrió entre personas, ni tampoco accidente porque la res, al embestir, obraba con fiera voluntad de dañar; fue sin más una cogida.
Entre lo mucho hablado o escrito que hiere la sensibilidad, y mucho, está la pululación de credibilidad. Saqué esto de un diario: 'Garzón da mayor credibilidad a González que a Ybarra'; basta abrir el banco académico de datos para toparse con una multitud de profanaciones así. No sólo en periodismo: también por la literatura se extiende la infección. En tales casos, ese vocablo desplaza al legítimo, esto es, a crédito, que ya Autoridades definía en 1729 como 'la fe o creencia y asenso firme que se da a lo que otro dice'. Por tanto, el bravo juez creyó más al señor González (el del Banco no azul) que al señor Ybarra. El crédito es condición que puede atribuirse a algunas cosas (opinión de mucho crédito, premios de escaso crédito), y tiene otros usos que aquí no importan, en especial los económicos, entre los cuales reina bien tiesa la tarjeta de plástico. Credibilidad es, sin embargo, aquello por lo cual algo merece ser creído: 'Su declaración goza de credibilidad aunque no hay testigos'; 'Es un reportaje con escasa credibilidad'. ¿Por qué esta palabra ha desplazado casi por completo a crédito? Lo expliqué hace años, y ahí sigo: desde el latín vulgar, la desnutrición idiomática prefiere lo largo a lo corto. Se van constituyendo así estas parejas de hecho (incidente / accidente, crédito / credibilidad), y otras aún más risibles, por ejemplo la que, en televisión, ilustraba hace pocos días imágenes de un desastre fluvial, capturadas, según decía aquel bello busto, 'por nuestras cámaras'. Añadamos, pues, a las anteriores la mixtura: capturar / captar.
Y podemos recordar algunas que, lejos de esfumarse, engordan. Escuchar / oír constituyen mi mayor desengaño; emprendí hace mucho una cruzada contra la confusión, y no he podido con la conjura de infinitos radiofonistas, destructores del distintivo entre ambos verbos, esto es, de la nota 'con atención' que aporta escuchar. Se puede oír sin escuchar y, a la inversa, se puede escuchar sin oír apenas cuando, por ejemplo, se escoña -está en el Diccionario- la megafonía, y se hacen vanos esfuerzos por enterarse. Y así: '¿Me escuchas, Mara?' (ciento veintidós veces cada noche) exige la respuesta: 'Sí, pero no te oigo; ¿hablas desde un móvil?'. (Mejor, la invención de Umberto Eco: telefonino).
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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