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LA CRÓNICA
Columna
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Cocina mediterránea (para pobres)

En el número 238 de la avenida Meridiana hay un comedor social que depende del Ayuntamiento de Barcelona. Abre todos los días, de 12.30 a 14.30, pero desde bastante antes en la calle ya hay personas esperando. Entro y pregunto si puedo comer. El vigilante de seguridad me entrega una cartulina verde plastificada, en la que hay un número 5 escrito con rotulador. Dice que espere hasta que me llamen, porque primero pasarán los que hacen cola. Me siento en una de las sillas de plástico marrón marca Figueras de la entrada. En la pared hay una fotografía del Museo de Arte Contemporáneo y carteles donde se lee en catalán y en castellano: 'Es imprescindible hacerse la prueba de la tuberculina' y 'no se pueden entrar bebidas en el recinto, fumar ni hacer fotos'.

A las 12.30 los de la cola empiezan a entrar. Antes de pasar dentro se paran en el mostrador y le enseñan un papel amarillo a la encargada. Un hombre que lleva un periódico bajo el brazo busca en la cartera. No tiene el papel amarillo. La mujer le dice que no puede quedarse, que ya sabe cuáles son las normas, pero él monta un pequeño escándalo. A continuación les toca a tres jóvenes marroquíes que al entrar han saludado a sus conocidos con apretones de muñecas. Uno de ellos estudia un catálogo de Movistar. Los otros ya tienen móvil.

A las 12.45 salen algunos de los que han entrado a las 12.30. Uno de ellos saca un melocotón de una bolsa de Fotoprix y se dirige al lavabo. Quiere pasarlo por el grifo. Una de las pocas mujeres que hay aquí (habrá seis) se levanta de la silla, recoge la parte de abajo de su sari para no pisárselo, tira al suelo su cartulina verde y se va. 'No debe tener demasiada hambre', comenta la encargada con resignación. Entra un chico que huele a limpiacristales y oigo como ella le explica el funcionamiento del centro. Cualquier ciudadano puede acudir a comer aquí tres veces, sólo presentando el carnet de identidad. Después es obligatorio ir al asistente social para que evalúe su caso. Los que están en la fila son los que ya lo han hecho. Por eso pasan primero. El chico pide un número y se sienta a mi lado.

En una hora entran unas 40 personas y, sobre las dos de la tarde, el vigilante empieza a llamar a los de las cartulinas verdes. '¡El cinco!', grita, y voy y le enseño el carnet a la encargada. 'Muy bien, María de los Desamparados' dice ella con amabilidad (porque es así como pone que me llamo en mi DNI). Me busca en una lista. 'Es la primera vez que vengo', le aclaro. Y ella se disculpa: 'Si yo ya os creo, pero igualmente tengo que mirarlo'. Luego me repite lo que le ha dicho al limpiacristales sobre la conveniencia de ir al asistente social.

El comedor tiene el aspecto de una cantina universitaria y está organizado como un bufet. Coges la bandeja, los cubiertos y te pones en la fila. Dos cocineros llenan platos de arroz a la cubana y de palitos de escalopa de merluza con ensalada. Pero lo primero que te encuentras son vasos de leche y algunas piezas de fruta. El señor que va delante de mí se ajusta la corbata y coge todo el puñado de servilletas de papel que hay en un recipiente. Se las guarda en una bolsa de Pull and Bear. '¿Me da un yogur por favor?', le pide a la cocinera. Los yogures hay que pedirlos para evitar el estraperlo. Al final te encuentras con dos boles metálicos: uno con pedazos de pan y otro con azúcar a granel. No hay alcohol, pero en las mesas han puesto jarras de plástico con agua. Un joven rubio de pelo muy corto (que se parece al actor Frank Gun) deja su bolsa de Kerastase en mi mesa y me pregunta si se puede sentar. 'Comes aquí, pero... ¿dónde cenas?', susurra en plan ligón. Empezamos a comernos el arroz (que está bueno). El chico me cuenta que es de una ciudad de Siberia llamada Krasnoyarsk, que significa 'barranco rojo'. Su nombre es Ígor Zaanev. '¿Tienes trabajo?', quiere saber. Improviso que estoy en un bar. 'Pues te están estafando, en un bar no les cuesta nada darte la comida, díselo, diles que te den la comida'. Con el pan y las varitas de merluza se monta un bocadillo, lo envuelve en papel de periódico y se lo guarda en la bolsa. La ensalada la deja. '¿Hace mucho que estás sin recursos?', quiere saber. Le digo que no. 'Ay, pobre. ¿Y ya sabes ser camarera? ¿Sabes llevar la bandeja?'. También guarda el yogur en la bolsa y se pone el plato en el antebrazo, para demostrarme cómo hacerlo. 'Yo, en Salou, de camarero ganaba doscientas cuarenta. Sería lampista si no fuera porque hace falta el carnet de instalador'. Después me pregunta si tengo lugar para dormir porque él tiene uno muy bueno. '¿Quieres verlo?' Y añade, por si acaso, que no tenga miedo, que no es proxeneta. Como me excuso, dice: 'Bueno, pues mañana también nos podemos sentar juntos'. Devolvemos la bandeja y salimos a recepción. Un señor que se marcha a toda prisa tropieza con un anciano que aparcaba su carrito de la compra. '¡Estos carros!', se queja. Por si acaso, el vigilante se pone en tensión. El anciano murmura: 'Teniendo casa es muy fácil criticar a los carros. Ya nos gustaría a todos tener casa y poder dejar los carros'. Entonces el otro -muy ofendido- le replica: '¡A mí, tú no me puedes decir que tengo casa! Que te enteres que no tengo casa. Hace el doble de años que tú que no tengo casa'.

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