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Un aniversario para reflexionar

Sir Francis Bacon escribió acerca de la lectura una frase que puede muy bien aplicarse a la conmemoración de acontecimientos del pasado. Aseguraba que no había que leer 'para contradecir o propugnar, ni para creer o para dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar'. La cultura contemporánea es conmemorativa; quiérase o no, el papel de la memoria en ella es absolutamente fundamental. Los peligros que debe evitar son los mencionados: no conmemorar para exaltar o denigrar, ni tampoco para encontrar un banal tema con el que ocupar el tiempo. Repensar un aniversario es, sobre todo, reflexionar acerca de él, una vez transcurrido el tiempo.

Tenemos al alcance de nuestras manos un importante aniversario y existe el peligro de que lo malbaratemos. En parte se explicaría por razones de política inmediata. Los absolutistas aseguraban del trienio liberal que fueron los 'mal llamados años'. Un juicio parecido se puede encontrar hoy en día en la derecha española respecto del 'felipismo', una etapa que, para alguno, casi merecería la pena borrar de la Historia de España.

Pero no es así, y quien lo dice cree tener derecho a hacer esta afirmación porque nunca se sintió arrastrado por el empalagoso ambiente de aquel 'cambio' milagrero que parecía poder resolver todos los problemas con un simple acto de decisión bien templada. Hubo unos meses en que la popularidad de Felipe González fue semejante a la del Rey, mientras que su mujer era considerada en un puesto relevante entre las más bellas españolas. Aquella euforia era la expresión de una sólida ola de fondo social que quería estabilidad y reformas decisivas y desoyó las advertencias de quienes veían en el escenario político español, con lenguaje un tanto pedestre, tan sólo una derecha 'dura' y una izquierda 'inmadura'. En consecuencia, los centristas que proclamamos este lema fuimos barridos sin misericordia. Con el paso del tiempo se acabaría por descubrir que esos calificativos no dejaban de tener su fundamento: hubo acciones precipitadas, atajos inmadmisibles, descuidos culpables. González dijo luego que los suyos gobernaron sin rencor y eso es cierto. Lo es también, sin embargo, que habían desertizado el panorama político hasta tal punto, con su capacidad de succión de voto a izquierda y derecha, que tuvieron las manos completamente libres.

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Dos consecuencias trascendentales derivaron de ello. Una fue que el PSOE fue el partido que consolidó la democracia en España. UCD (o, si se quiere, Suárez) hizo la complicada operación de la transición y se autodestruyó en ella. Durante el periodo, el PCE de Carrillo y, por supuesto, el Rey, jugaron un papel más importante y decisivo que el PSOE. El mérito de éste fue convertirse en relevo, y serlo de una manera que afortunadamente convertía a la democracia en una realidad irreversible. Pero la democracia consolidada resultó también de baja calidad. Claro está que una buena parte de la culpa la tuvieron los socialistas por su propósito de ocupar cada vez más parcelas de poder sin respetar la autonomía de otras instancias. Pero también es verdad es que gran parte de la sociedad española se mostró muy dócil; algo parecido cabe decir del sistemático olvido de la 'regeneración democrática' cuando el PP llegó al poder. Por otro lado, no cabe olvidar que hubo aspectos de esta consolidación democrática que merecen un sobresaliente. Durante la etapa centrista, la política militar se situó a la defensiva, quizá porque no hubiera otra solución. La verdadera reforma militar tuvo lugar con Narcís Serra en el Ministerio de Defensa.

Al menos otros cuatro rasgos positivos cabe señalar en los años de Gobierno socialista. En primer lugar, es cierto que lo hizo de una forma tan barroca que acabó siendo aceptada por su líder como errónea, pero no cabe la menor duda de que integró a España en los contextos internacionales que le correspondían. Lo hizo, además, de una forma satisfactoria, compatible con los intereses españoles en otras áreas y que pudo potenciar nuestro papel en el mundo. Se puede pensar que igual hubiera sucedido con la UCD, y eso es, sin duda, cierto. Pero, por más que pueda parecer alambicado el procedimiento, el propósito de González en este terreno fue siempre inequívoco.

Otra innovación importante del periodo socialista fue la puesta en marcha del Estado de las Autonomías. Claro está que estaba ya previsto en la Constitución y que había comenzado a germinar. Pero había un largo camino por recorrer, y no sólo en el campo de la financiación, sino en el rodaje de las instituciones y en la transferencia de competencias y recursos. Se ha afirmado, con razón, que España no sólo ha hecho una transición, sino dos. La segunda, quizá inacabada y sin duda semejante en dificultad a la primera, ha conseguido llevarnos de un Estado enormemente centralizado a uno de los más descentralizados de Europa, y es obra en gran medida de los socialistas.

Los socialistas llegaron al poder con una fuerza política excepcional, lo que hubo de permitirles enfrentarse con una grave crisis económica. Lo podrían haber hecho de una forma semejante a sus correligionarios franceses. Pero no fue así: las principales responsabilidades en el campo de la política económica siempre dependieron de moderados socialdemócratas. En ello cabe ver una firme decisión de González, por más que resulte criticable que no la dejara tan transparente durante la campaña electoral.

Y, en fin, los socialistas crearon un sistema de protección social que podía tener orígenes más o menos remotos, pero que, en su hechura actual, es fundamental obra suya. Hoy se puede hablar de la crisis del Estado de bienestar, pero es obvio que éste es una de las grandes conquistas de la civilización democrática contemporánea. Como tal, podrá ser sujeto de reformas y de modificaciones, pero siempre permanecerá porque responde a profundas exigencias morales.

El PSOE no trajo la democracia a España, incumplió muchas de sus promesas y se derrumbó en una ignominiosa catarata de escándalos. Si bien se mira, estos últimos fueron mucho más la consecuencia de factores circunstanciales, como el exceso de poder o la proclividad a tomar atajos que las reglas morales vedan, que la consecuencia de una ideología. Resulta muy injusto no colocar en el lado positivo de la balanza cuanto acaba de ser enumerado.

¿Y qué decir de Felipe González? ¡Extraño destino el de las grandes figuras de la vida política! Algunos se elevan a las supremas responsabilidades de gobierno tan sólo por haber estado en el lugar adecuado en un determinado momento. Todos, en el ejercicio del poder y bajo la responsabilidad de tenerlo en sus manos, se vuelven ególatras y obsesivos. Pero hay que pensar de ellos que son seres humanos como los demás, a los que hay que disculpar, al menos parcialmente, por la dificultad ingente de su tarea. Además, al final, con el paso del tiempo, la Historia resulta benévola con ellos. Hoy todo es fervor entusiasta respecto de la persona de Adolfo Suárez, pero, si bien se mira, esta imagen data de 1995, pues antes debió el líder centrista pasar por un largo calvario de denuestos. González no ha llegado a su 1995, pero, a pesar de que hoy pueda parecer imposible, día llegará en que se le considerará como lo que efectivamente ha sido: el gran gobernante español de la izquierda en el siglo XX, muy por delante de todo un Azaña o de su correligionario Indalecio Prieto. Claro está que las circunstancias no fueron las mismas, pero se deberá reconocer su capacidad de sobreponerse a su propio partido (en 1979, pero también en los ochenta o noventa), sus cualidades pedagógicas y oratorias, su sentido del Estado y su capacidad de gobernar sin odiosidades respecto al pasado o a la oposición. Todo eso fue compatible con el descuido culpable en la elección de colaboradores, con la prepotencia parlamentaria e incluso con la aceptación de una cierta alteración de las prácticas de la vida democrática. Pero el balance positivo existe también y es muy sólido.

Javier Tusell es historiador.

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