Julianne Moore recrea el gesto del melodrama clásico en 'Lejos del paraíso'
Liliana Cavani arranca su mejor película de una novela de Patricia Highsmith
Lejos del paraíso es una bonita metáfora preciosista del racismo en los Estados Unidos de los años cincuenta. Prolonga, en clave de sentimentalismo dulzón, el inimitable cine de Douglas Sirk; y de este rasgo imitativo proceden las limitaciones e insuficiencias de este filme de Todd Haynes, en el que la gran Julianne Moore recrea con primorosa delicadeza antiguos modelos de comportamiento femenino en puro registro melodramático. Y siguen los altibajos del desfile de estrenos, en el que sorprendió El juego de Ripley, donde Liliana Cavani saca su mejor filme de la célebre novela de Patricia Highsmith.
Lejos del paraíso está hecha por Todd Haynes con mucha frialdad y un uso a destajo de la regla de cálculo. Desarrolla con gran astucia los espacios de luz, muy enrevesados y de gran profundidad de campo, del cine de Douglas Sirk, en el que Haynes no oculta que se inspira directamente, sobre todo en la famosa Imitación a la vida. Pero todo lo que en el cine de Sirk era ocultado y sugerido delicadamente mediante magistrales elipsis, ahora es explicitado y atrapado en la evidencia de la imagen, lo que empobrece gravemente el tejido y el alcance de esta imitación, de este juego buscadamente fantasmagórico e irrealista, de cine sobre cine.
La película se mueve en el borde de lo ridículo y lo cursi, pero no cae en estos pequeños abismos que flotan en la penumbra de las salas gracias a un guión muy bien trabado y medido y, sobre todo, a que Julianne Moore es una actriz de genio, que aguanta lo que le echen encima y que es capaz de sostener por sí sola, dándoles auténtica solidez a castillos de naipes. Desde Tío Vania en la calle 42 a Magnolia, pasando por Vidas cruzadas, el salto de esta actriz norteamericana a las cúpulas del cine de ahora tiene algo al mismo tiempo de vertiginoso y de suave. Actúa como respira, sin dejar ver detrás de sus eminentes trabajos el menor indicio de esfuerzo ni la más pequeña huella de artificio. Como si inventara lo que hace ante la cámara. En Lejos del paraíso actúa sobre una cuerda floja, permanentemente al borde de un traspié que nunca da, como si su rostro y su comportamiento adquiriesen frente a la cámara el don de la levitación. Sin ella, la película se vendría abajo. Pero con ella es cine no grande, aunque sí más que estimable, que no busca la identificación del espectador, sino la pura y simple contemplación. Es una película menor, pero lista, a ratos elegante y, en el rostro de su protagonista, viva.
Viva es también la conversión por Liliana Cavani de El juego de Ripley, de Patricia Highsmith, en una película más que aceptable, la mejor sin duda que ha hecho esta directora italiana que, al perder por fin el prurito de autoría, dejarse de jugueteos de moderna y estilosa e ir, armada de un buen guión y de mucho oficio, directamente al grano, convence. Además, la señora Cavani tiene frente a la cámara a un John Malkovich que se ha dejado pegada a su espejo privado su barroca y cargante colección de muecas y actúa esta vez con notable sobriedad y eficacia, yendo como su directora directo al grano. Y eso es la película, auténtico grano, un complicado y denso thriller sin paja ni palabrerías.
Pasó Rosa de China, una coproducción española dirigida por la chilena Valeria Sarmiento, que construye con sobriedad, buenas maneras y mucha gracia un melodramón radiofónico de la Cuba precastrista, escrito por el dramaturgo cubano -uno de los grandes nombres de la tradición del teatro del absurdo- José Triana con materiales narrativos de derribo, un puro y divertido conjunto de escombros de los que Juan Luis Galiardo, María Luisa Jiménez y un largo reparto sacan auténtico zumo. Y pasaron también la alemana Führer ex, un crispado drama político que ciertamente tiene interés, pero que resulta demasiado esquemático, al tratar de un asunto extremadamente difícil como es la formación de jóvenes nazis cabezas rapadas en el otro lado, el comunista, del derribado muro de Berlín. Y pasó también la nada italiana Velocidad máxima, sobre las carreras clandestinas de coches en las calles de la Roma nocturna. Los italianos se rieron con sus chistes, pero los no italianos la vieron con caras largas, lo que quiere decir que su gracia es exclusivamente verbal, no visual.
Babelia
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