El inglés Stephen Frears exhibe un radical y violentísimo 'thriller' antirracista
Grandes ovaciones para varios cineastas autores del bello filme sobre los atentados del 11-S
Stephen Frears tiene una doble filmografía, la de Hollywood y la británica e irlandesa. La primera es muy inferior a la segunda, y esto vuelve a percibirse en su nuevo filme en tierra propia, Dirty pretty things, que tiene una realización exacta, trepidante y rotunda. Es un thriller antirracista radical, casi panfletario, un relato feroz y violentísimo de buenos y malos, extraído del fango de los traficantes de inmigrantes en míseros submundos de Londres. Pero todo giró ayer aquí alrededor de 11.09.01, un bello filme que arrancó varias ovaciones.
Stephen Frears mueve en Dirty pretty things interpretaciones magníficas de la francesa Audrey Tatou -bien conocida por su Amelie-, el británico de origen africano Chiwetel Ejiofor y el español Sergi López, que moldea con extraordinaria fuerza y soltura un personaje de villano absoluto, un mafioso y desalmado traficante de emigrantes ilegales y de órganos para trasplantes arrancados de cuajo en las esquinas más turbias de ese crispado itinerario de la explotación y la opresión en que Stephen Frears hurga sin ningún paño caliente en los ojos.
No se anda Frears con chiquitas, saca su vena de radical e inunda la pantalla de cólera y violencia, desplegando y resolviendo las atroces degradaciones a que conduce la miseria moral del comercio de carne humana con armas cinematográficas expeditivas. Y se acerca incluso al maniqueísmo panfletario -los buenos son buenísimos y los malos malísimos- que es sin duda esquemático pero que en sus manos tiene una gran eficacia emocional, e incluso se hace vehículo de verdades e ideas en forma de puño cerrado.
Campo de refugiados
Pero ayer siguió mandando aquí el filme colectivo 11.09.01. Es otro cine, otro mundo, y en él la joven directora iraní Samira Makhmalbaf -que inicia el desfile de 11 directores de 11 miniaturas de 11 minutos cada una- nos hace entrar con suma delicadeza y tacto de cineasta elegante en el árido territorio de un campo de refugiados afgano en Irán. Allí, una maestra explica a unos niños que no saben qué es un rascalielos lo que acaba de ocurrir en un lugar lejano llamado Nueva York y les invita y acompaña a hacer una plegaria silenciosa por el dolor de las víctimas.
A esta pequeña maravilla siguen otras construcciones argumentales relacionadas con algún aspecto del bestial atentado contra las Torres Gemelas. Los 11 realizadores se han tomado su trabajo muy en serio y han estrujado su instinto de superación, lo que da a esta película una fuerte sensación de sinceridad, de toque de la verdad.
Todas las miniaturas fueron aplaudidas porque todas están vivas y son inteligentes y generosas. Doblan, con imágenes libres e indignadas, 11 esquinas del escándalo del dolor y la muerte violenta; y, desde sensibilidades y formas de percepción muy dispares -pero que se empujan, complementan e iluminan unas a otras- dan ideas convincentes del estado de un mundo miserable, atrozmente injusto, dominado por formas de poder que generan más y más pobreza y, por consiguiente, más y más violencia.
Pero si todas estas miniaturas fueron con justicia aplaudidas, dos de ellos -además de la pequeña joya iraní y el destello de alta precisión de la hindú Mira Nair- arrancaron una ovación cerrada y unánime. Fueron las del inglés Ken Loach y el estadounidense Sean Penn. El primero entra en el pozo de la memoria y saca de él otro 11 de septiembre, el de Chile en 1973, que desencadenó alrededor de 30.000 asesinatos ejecutados por una dictadura militar avalada, preparada e impulsada por los servicios de inteligencia de Richard Nixon y Henry Kissinger, quien es citado literalmente por Loach: 'No podemos dejar a un país en manos de los comunistas a causa de la irresponsabilidad de un pueblo' (que eligió democráticamente ser presidido por un hombre, Salvador Allende, que jamás fue comunista, pero que cometió la mortal insolencia de no someter su política a la de Washington).
Y el segundo, Sean Penn, hace una pequeña obra maestra intimista, una metáfora sutil y ambigua, inquietante y de gran calado, que nos sumerge en el oscuro apartamento de un anciano neoyorquino que vive en soledad y casi a oscuras, a causa de la espesa sombra que las Torres Gemelas proyectan sobre su ventana. Una mañana, la del 11 de septiembre de 2001, el anciano descubre al despertarse que la luz del sol entra a raudales por el ventanuco. Y, asombrado, creyéndose en presencia de un milagro, el anciano ríe y llora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.