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Columna
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El gato y el ratón

Cuando ilegalizaron a Batasuna con un gran despliegue de cámaras y, cómo no, de dramatismo mediático -el mundo es un teatro- yo estaba tomando algo en un bar de esos donde cuelgan carteles con las caras de los presos. Espero que nadie se moleste porque yo entre a tomar un pote donde me da la gana. En todo caso, el alcohol que sirven en ese bar es tan bueno como cualquier otro.

Los parroquianos charlaban animadamente en la barra del bar cuando se produjo un silencio. Por la televisión se podía ver a la Ertzaintza, entre insultos, desalojando por la fuerza las bases de Batasuna. De pronto, un agente antidisturbios era mordido en el dedo de un guante por Eugenio Lasa. Foto. De entre los parroquianos salieron algunos sentidos 'hijos de puta'. En la imagen siguiente, una puerta caía hecha pedazos a golpes de maza. Después, Otegi advertía -o amenazaba, según se mire- sobre las graves consecuencias que acarrearía todo aquello. Y así, como en un programa de videos de primera, las secuencias de acción pasaban una y otra vez ante los ojos de todos los bebedores, y nadie hablaba ya, excepto para murmurar un juramento.

Lo cierto es que yo estaba a punto de irme porque había terminado mi caña, pero el ambiente en aquella parroquia era como el de un templo en oración, y mi marcha hubiese sido más estrepitosa que el llanto de un niño, así que aguardé un poco más, y seguí mirando las escenas, que se sucedían una y otra vez. En el momento que yo consideré oportuno, cuando volvió a escucharse un poco de música y el rumor de los comentarios sustituyó al de la televisión, decidí marcharme del bar.

En realidad, aquel episodio hubiera podido calificarse de convivencia alcohólica. A mí me daba igual beber con quien fuese, independientemente de las ideas políticas de cada uno. Qué quieren, así es la vida. A veces ni la política puede con la vida. Tan difícil y tan sencillo.

El siguiente bar al que acudí no tenía carteles de presos. Apenas había gente, pero en un rincón, un grupo de siete u ocho personas hablaba, cómo no, sobre la ilegalización de Batasuna. Lo cierto es que, aunque al principio me miraron con cierta suspicacia, charlaban con bastante libertad, si tenemos en cuenta que yo podía escucharles afinando el oído. Una mujer, con resolución y entereza, bragada en el arte del discurso político callejero, decía que aunque los de Batasuna le parecieran unos sinvergüenzas, la ilegalización era una medida totalmente estúpida por parte del Gobierno de Aznar. Siempre según ella, aquello no iba a servir para nada y, muy por el contrario, acaso para fortalecer a la propia Batasuna. Pero, ironizando, ¿qué sabíamos nosotros sobre las decisiones de las altas esferas? ¿Qué ocurriría después de aquello? Y por último: ¿tomamos una ronda más?

Mientras me bebía mi caña pensé en el juego del gato y el ratón. Y no solo en eso, sino que me acordé de los viejos dibujos animados de Tom y Jerry, de Pixie y Dixie, e incluso del Coyote y el Correcaminos. Por supuesto, me refería, una vez más, a la ilegalización de Batasuna. Podía parecer un paralelismo extraño, pero la cuestión en todo esto -simplificada si se quiere- era saber quién era Tom y quién era Jerry, o quién era el Coyote y quién el Correcaminos. Por el momento, la ilegalización de Batasuna había logrado representar, gráfica y publicitariamente, la dicotomía entre el gato y el ratón.

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Me dio la sensación de haber estado por poco tiempo en dos universos distintos, aunque yo ya sospechaba que creer aquello era pecar de ingenuidad. Resumiendo: era el mismo alcohol y la misma marca de cerveza. En ese sentido, no había una brecha. Cuando uno pedía una caña, le servían una caña.

'¿Qué podemos hacer nosotros, los peatones, en esta guerra?', se preguntaba un inocente pero agudo parroquiano, y otro pensador le contestaba: 'Joderse'.

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