Respetables sedes, sagrada vida
Si ETA no hubiera vertido tanta sangre, la indignación habría calentado nuestras venas y habríamos salido de nuevo a las calles con aquella imponente palabra llamada libertad en los labios; si no hubiera matado a tanta gente y su partido político consentido, miles de presencias, no sólo unas decenas de militantes, habríamos bloqueado el paso policial en su intento de desalojo de las sedes de Batasuna. Pero ya no hay impulso, pues lo han ido paralizando a fuerza de irredento desatino, de pertinaz tiro en la nuca, de inacabable Goma 2.
En otros tiempos las imágenes de los desalojos por televisión nos habrían catapultado de nuestros cómodos sillones, pero ha llovido mucho y duro, y ahora son sólo dos pasos hasta la pantalla del ordenador para compartir tristeza al contemplar un pueblo dividido. Duelen las imágenes de la policía vasca rompiendo los cristales de la sede de Batasuna en Vitoria, pero duelen aún más todas las imágenes que hemos contemplado de cuerpos inertes sobre el asfalto porque simplemente pensaron diferente. La indignación ya no calienta por dentro, se diluye en amargura ante la falta de voluntad de acercamiento y diálogo entre las partes enfrentadas. La mayoría del pueblo vasco asiste a una batalla, que no es suya, entre el brutal radicalismo independentista y la airada miopía y obcecación de Madrid; entre los que aún no han comprendido el sumo derecho a la vida y los que piensan que la sola y llana confrontación solucionará todo el conflicto.
La libertad de reunión y expresión es un derecho fundamental, pero por encima de éste está el derecho a poder respirar y saludar el sol cada mañana. Antes que nada está la vida. ¡Ojalá pronto nadie sea desalojado de su sede; ojalá nadie lo sea tampoco de su propia y sagrada vida!
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