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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Explorador de Europa

El ministro de Asuntos Exteriores británico, Jack Straw, para sorpresa de algunos, ha propuesto la adopción de una Constitución para la Unión Europea. Aunque el Nuevo Laborismo de Tony Blair contempla, en principio, de manera positiva la eventual adopción del euro, la idea de dotar a la comunidad de una Carta Magna no ha figurado jamás en la cosmogonía de la clase política británica, tan hecha al empirismo de la common law y a la falta de una Constitución escrita, y tan suspicaz ante las altisonantes declaraciones de principios, que suele considerar delirios propios de los pueblos latinos. Pero, a la vez, Straw quiere instituir un organismo independiente que vigile que la UE cumple a rajatabla el principio de la subsidiariedad; es decir, que no se europeizará nada si no es estrictamente necesario. Bien leído lo que Straw dijo, se comprueba fehacientemente que no hay nada de qué extrañarse. El ministro del Foreign Office diseña una operación preventiva contra cualquier posible indigestión de Europa.

Lo que Straw ha propuesto, como scout de su primer ministro ante el más que probable referéndum sobre el euro del año próximo, es que hay que entronizar en una Constitución 'la preeminencia de los Gobiernos nacionales' sobre cualquier instancia de poder de la Comunidad, Comisión o Parlamento; es decir, quieta, non movere, que cualquier arranque federalizante no es de recibo para un Gobierno, cualquier Gobierno, insular por antonomasia, como es siempre el de Londres. El partido conservador, abocado por sus propias obsesiones a rechazar todo lo que empiece con la E de Europa, critica la maniobra porque entiende que allana el camino hacia el euro; y los medios comunitarios en Bruselas han acogido con lógica pero moderada satisfacción el movimiento, porque no deja de ser un cierto progreso que Londres por lo menos hable de constituciones.

Pero lo cierto es que cuando existe ya desde marzo pasado un cuerpo de notables, encabezados por el ex presidente francés Valéry Giscard, encargado de pensar un posible documento de cabecera para Europa, las declaraciones constituyen el comienzo de un hábil aggiornamento con el que se aspira, con clásico espíritu, a ceder algo para conservarlo todo. Y esa actitud, si bien con densidad de matices, es compartida por Francia, Italia y hasta cierto punto Alemania, no digamos ya por los euro-reticentes escandinavos, por lo cual la operación no puede ofender a nadie.

No es obligatorio querer una Europa federal o federalizante; la articulación política del Viejo Continente habrá de ser la que prefiera una mayoría clara de sus opiniones nacionales constituyentes. Pero una Europa con una Constitución en la que se venga a decir que nunca se desbordará, tanto operativa como idealmente, el actual marco soberano de los Estados-nación, tal como hoy los conocemos en la UE, será siempre poca Europa, y nunca más Europa. Y tampoco es obligatorio creer en ella.

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