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Columna
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Cementerios

He leído que a Juan Rulfo le gustaba visitar cementerios, pasear entre las tumbas, observar la prosopopeya de las lápidas como quien mira cuadros en una galería. Iba allá, dicen, a anotar nombres de difuntos para usarlos en sus cuentos. Yo quiero imaginar que iba, como yo voy, a disfrutar de la vida. Quizá lo más magnético de un cementerio sea esa sensación casi física de vitalidad que transmite, el vigor de las glicinias y los cipreses, las orquestas de pájaros que lo han elegido por auditorio.

En verano, que es la única época del año en que cuento con oportunidades para ver un poco de mundo, me gusta visitar cementerios allá donde voy. De regreso, mis amigos contemplan las fotografías que traigo y oyen mis descripciones de mausoleos con una expresión incómoda y algunas toses de fogueo, y se ponen a hablar de la ropita de sus niños, que están muy monos y ya trotan por los pasillos: no entienden que un cementerio dice mucho más de su ciudad que las viviendas anodinas donde acampan los vivos.

Un día de julio, Ida y yo saltamos la débil cancela de San Miniato de Florencia y seguimos el rastro de los mármoles rotos hasta la zona de los niños. Las tumbas infantiles son mis favoritas, porque es allí donde la muerte se revela con todos sus colores de pez venenoso. Una criatura del siglo pasado nos observaba desde un retrato oval, marrón, con dos grandes ojos que parecían una interrogación. Sabíamos que nos deteníamos frente al depósito de un ingeniero no cuajado, de un imposible futuro escritor, de un pianista segado que jamás ofreció un concierto: los cementerios están repletos de proyectos sin cumplir.

Busco un argumento o una disculpa para esta afición inoportuna que me hace perder amistades, y de pronto pienso que un cementerio se acerca de algún modo a una enciclopedia; es siempre un universo en negativo, el museo inabarcable de lo que jamás se llegó a cumplir: las palabras que se dejaron para ese mañana que no llegó, el libro abierto por la página cuarenta y uno, el viaje que interrumpió el infarto, los últimos versos de la Eneida, aquella versión de El rey Lear que Orson Welles sólo entrevió.

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