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Preservar a Venezuela del desvarío

En Venezuela hoy, como en los prolegómenos del golpe en Chile, se sigue jugando con fuego. Y si los venezolanos, empezando por su Gobierno, así como la comunidad internacional, comenzando por los Estados Unidos, no ponen freno al desvarío, se puede abrir las puertas a un drama monumental. Un drama que, dadas las peculiaridades del país, sus disparidades sociales, las tensiones interétnicas que lo escinden y la raíz social de su fuerza armada, atravesada por tales contradicciones, puede llegar de verdad a convertirse en tragedia.

Poco importará entonces cuál es el bloque social que se impone, cuál su ganancia a río revuelto, cómo afirman su buena conciencia quienes piensan que los latinoamericanos somos en lo intrínseco incapaces de vivir en democracia. Mientras, claro, los hijos de aquellos 'ignotos territorios' nos vemos circunscritos, una vez más, a la lúgubre tarea de 'sembrar en manada' a nuestros muertos. ¿Exageración apocalíptica?, ¿azarosa extrapolación? ¡Nada de eso! Lo saben quienes conocen Venezuela y su historia, afincaron en aquel país entrañable, tuvieron familia, disfrutaron de la generosidad de sus gentes, atisbaron antaño el holgado esnobismo de sus viejos patricios. Eran tiempos de bonanza: inmigrantes pobres venidos de España, Italia, Portugal, se acomodaban con desahogo en el sector terciario y hasta los más humildes, los negritos o micos de los cerros, poseían televisor y nevera pletórica. 'Ahora en cambio', me dijo hace poco un intelectual, 'no sólo la tienen vacía, sino que vendieron la nevera para comer mierda'. Quienes conocemos este país de extremas desmesuras, sabemos lo que esto significa: el peligro que representa este polvorín de frustración y desesperanza, apilado sobre la seca hojarasca de una arcadia saudí demasiado reciente, expuesta al pirómano chisporroteo del consumismo impúdico de una élite cada vez más diminuta.

Lo debió intuir Carlos Andrés Pérez en 1989. Y no lo hizo: entonces, tras ser elegido con la promesa del retorno a la dichosa arcadia, y luego de su entronización faraónica (con Fidel Castro como invitado de honor), intentó imponer el 'paquete' del FMI y tuvo que lanzar al Ejército a las calles con un saldo de mucho más de mil muertos. Sí lo intuyó Rafael Caldera cuando, tras apagar el incendio que supuso la quiebra del Banco Latino (unos quince mil millones de dólares esfumados en menos de dos meses), tuvo que oficiar de enterrador del Pacto de Punto Fijo que había asegurado a Copei y Acción Democrática 40 años de alternancia en el poder, y dar paso al arrollador mesianismo profiláctico de Hugo Chávez.

Porque, en verdad, fueron 40 años de complicidad en una rapacería obscena entre políticos y empresarios (que en Venezuela llaman 'conchupancia'), los que hicieron posible en 1998 el triunfo de Chávez con el 56,20% de los votos; los que determinaron la adopción de una nueva Constitución; los que, por último, en el año 2000, determinaron que Chávez ganara la segunda elección presidencial, con el 60,30 % de los votos. Nadie sensato puede ignorar estas evidencias y poner en tela de juicio su legitimidad.

Claro que tal legitimidad no justifica autoritarismos o maltrato de minorías. Ni peligrosas gesticulaciones en un ambiente internacional caldeado por los ideólogos de lo que José Vidal-Beneyto llama 'doctrina de la hegemonía activa y de la guerra permanente'. La desaliñada retórica del presidente Chávez, su mesianismo, su virulencia, por más rédito que recabe entre los desheredados que constituyen su base social, no sólo agobian a sus interlocutores internacionales, sino que dificultan los consensos y contribuyen a una peligrosa polarización social y política interna. Ahora bien, tampoco caben visiones seráficas con respecto a sus rivales. Ellos son por igual responsables de este fenómeno de crispación explosiva. A través de los medios de comunicación que controlan, sobre todo de la televisión, han llegado a extremos que exudan racismo para denigrar al que, guste o no, es el jefe del Estado. Mico-Mandante, llegó a apodarle con dudoso ingenio un director de periódico, en alusión a su filiación racial y su grado militar. ¿Cómo puede florecer el diálogo democrático en semejante clima de vulgaridad y estulticia? Chávez respondió creando sus programas de televisión y radio, pero es cierto que la libertad de prensa se ha mantenido. En tres años no se había deplorado un solo muerto, una desaparición, un preso político. Chávez ha cometido errores graves, pero encarna la legalidad democrática.

¿Qué han hecho los dos partidos políticos tradicionales entretanto? ¿Renovar cuadros? ¿Modernizar estructuras y programas? ¿Jubilar a decrépitos dirigentes, desacreditados por la corrupción y la incompetencia? ¿Desarrollar acciones que regeneren la institucionalidad política descoyuntada por sus viejos líderes, como parecen intentarlo ciertos partidos en el Perú? Pues no. Prefirieron complotar contra la legalidad democrática. Y en la peor forma: como amanuenses de una coalición de medios de comunicación y empresarios que busca una locura: enajenar a los partidos el papel de intermediación entre ciudadanía y poder.

Iniciamos esta nota evocando el derrocamiento de Salvador Allende. Toda comparación comporta riesgos, claro está. El más evidente: pocos personajes en la historia reciente podrían parecer, en cuanto a talante y usos democráticos, más diferentes el uno del otro que Chávez y Allende. Refinado hasta el atildamiento, riguroso en el discurso, negociador nato y buscador de consensos, el derrocado mártir de La Moneda es sin duda, en estos planos, la antítesis del repuesto inquilino de Miraflores. De otro lado, el golpe de abril en Caracas, con sus 'militares rebeldes' balbuceando proclamas como si leyesen textos en sánscrito; con sus huestes de blondas ninfas tropicales cacerola en mano en las lujosas colinas del Este; con la séptica lealtad de la CTV; y por último, con las hordas de asesinos a sueldo, los vetustos carros de combate junto a limousines de patrones de empresa y políticos de dudoso talento, tuvo sin duda (a pesar de la terrible contabilidad de muertos inocentes) visos de caricatura grotesca. Sobre todo frente a la sofisticada operación castrense que 30 años atrás, no sólo derrocó al Gobierno legítimo de Salvador Allende, sino que demolió el

Estado tradicional chileno. Estado tradicional que Allende quiso modificar con los aperos de la democracia y con la legitimidad del consenso. Un Estado que Frei Montalva creyó poder resguardar mediante la complicidad sediciosa, para terminar barrido, como el resto de demócratas, por Augusto Pinochet Ugarte, el siniestro dictador que instaló sobre las ruinas de La Moneda y del propio Estado tradicional, un régimen fascista y criminal.

Pero donde las diferencias existen, suelen abundar también las analogías. Y porque personajes semejantes a Pinochet o Bordaberry pueden ser mucho más que fantasmas en una región sometida a tensiones sociales extremas (como en Venezuela y Argentina) es que un elemental sentido de sensatez aconseja volver la mirada a un pasado demasiado doloroso para ser olvidado. El brillo ecuánime de Joan Garcés invita a su relectura: su libro Allende y la experiencia chilena sobrecoge y alerta, no sólo al desvelar errores, excesos y carencias del Gobierno de Unidad Popular y sus 'cabezas calientes', sino al recordar, con documentos en la mano, la génesis, el desarrollo y el desenlace del golpe de Estado en Chile. Si se examinan aquellos hechos, ahora de público dominio, y se cotejan con lo sucedido en Venezuela, basta cambiar el nombre de los personajes: políticos, empresarios, periodistas, sindicalistas y, del otro lado, funcionarios del Departamento de Estado, agentes de inteligencia y de acción militar encubierta, para verificar que el esquema de preparación del golpe de Estado del 11 de abril en Caracas es, en lo esencial, el mismo que sirvió para preparar el primer 11 de septiembre negro en América. Los cabildeos, como los del 25 de marzo último en Washington, entre altos cargos como Otto Reich, protagonista del escádalo Irán-Contras, y venezolanos como Pedro Carmona, Isaac Pérez Recao, Daniel Romero y Manuel Cova, reproducen, de modo caricatural pero no menos fidedigno, las reuniones de William Colby, Richard Helms, William Broe o Charles Meyer, entre 1970 y 1973, con personajes chilenos de cuya memoria nos exime el pudor. ¿Se tendrá que esperar 30 años para que los archivos de la CIA revelen lo tratado en la reunión que días antes del golpe en Caracas, celebraron, entre otros (y a otro nivel claro está), George Bush padre y su anfitrión Gustavo Cisneros en la residencia que éste posee en el paradisíaco archipiélago Los Roques? ¿Conoceremos un día las hipótesis barajadas para 'privatizar' el ente petrolero venezolano con 'ayuda' del clan tejano al que pertenece la familia Bush?

Entretanto, hay algo aterrador en las páginas de Joan Garcés: el 25 de julio de 1973 se produjo el primer intento de ataque contra La Moneda por los blindados del Regimiento Tacna. El intento de golpe lo impidió el general Carlos Prats, que era aún comandante general del Ejército. Pero como en otros casos semejantes en América del Sur, ese golpe fallido fue un ensayo general que permitió al sucesor de Prats, Augusto Pinochet, medir niveles de resistencia, ubicar adversarios aún no precisados y ajustar la mecánica final de su zarpazo contra la democracia. Es de desear que no suceda lo mismo en Venezuela. No ya por simpatía o antipatía hacia el señor Chávez, sino porque tal escenario abriría en América Latina las puertas al retorno de las dictaduras y expondría a Venezuela a un baño de sangre. Y ese todo o nada de nuevos ricos prepotentes, que, según la propia prensa local, 'ya no quieren tajada, sino la torta entera', sería un salto al vacío que alejaría por muchos años la posibilidad de resolver, en el marco democrático, los problemas sociales de un país con tanta riqueza que no tiene derecho a tener pobres. Es preciso que prevalezca la Carta Democrática Interamericana de la OEA, suscrita en Lima en septiembre de 2001 con la firma del secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, así como la Resolución de Apoyo a la Democracia en Venezuela que esta organización adoptó el 18 de abril. Ambos autos deberían ser una barrera legal contra futuras aventuras golpistas. Nada hay en ese país que no pueda ser resuelto con estricto respeto por la Constitución, las leyes y la voluntad ciudadana. A menos que, quienes durante cuatro décadas tuvieron la sartén por el mango, quieran quedarse por siempre con ella... y con el mango también.

José Carlos Ortega es periodista y sociólogo peruano.

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