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Aste Nagusia
Columna
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Nubarrones

Lo que queda de las fiestas de Bilbao empezó ayer con una intensa lluvia matutina, que luego pareció abrir prometedoramente el día y volvió, sin embargo, a cerrarse algo más tarde. El tiempo se había mostrado hasta ahora generoso con la fiesta, comentario que no deja de tener su gracia tratándose del mes de agosto. La lluvia ha formado parte de este verano de forma indisoluble y sólo la llegada de la Semana Grande consiguió que se volviera indulgente con nosotros, aunque en los toros, algunas tardes, el respetable mirara constantemente hacia el cielo, agradeciendo el fresco, pero rogando que no cayera una gota.

Por lo demás las fiestas van consumiendo sus últimos minutos, y cuando se publiquen estas líneas a Mari Jaia le quedarán ya muy pocas horas de gobierno. El círculo de las fiestas se va cerrando implacablemente, dejando un poso de melancolía anticipada, en la seguridad de que, para nosotros, los bilbaínos, que al mismo tiempo cerramos el ciclo de las fiestas sucesivas de las capitales vascas, el fin de nuestras fiestas reúne muchos otros fines: el de las vacaciones, el de agosto, el de la libertad de movimientos.

Las sociedades modernas son cada vez más complejas, pero al mismo tiempo circunscriben mucho más nuestras vidas a unos márgenes estrechos. Un trabajo te ata a una ciudad, a unos trayectos cotidianos, a unas pautas horarias llenas de disciplina y previsibilidad. Incluso los períodos de descanso se encuentran rigurosamente tasados. Eso los convierte en especialmente valiosos, en islas de descanso que salpican un calendario delimitado por obligaciones laborales, familiares y sociales, que se extienden implacablemente a lo largo del año.

Este verano pasado por agua quizás nos ha evitado las insolaciones, pero no ha afectado a las fiestas urbanas. En ese sentido, la Aste Nagusia ha salido relativamente indemne. Ahora sólo nos falta apurar los minutos que quedan de la fiesta y convertirlos en un atributo más del mes de agosto, ese mes que incluye también, año tras año, la levísima tristeza de que unas fiestas se acaben.

No queda otro consuelo que prever la posibilidad de unas remotas fiestas, la vaga preparación de nuevas cenas en cuadrilla, la expectación ante otros fuegos artificiales que también teñirán de colores la inmensidad oscura de la noche, la excursión anual a las barracas, en compañía de los ojos asombrados de un niño.

El mundo político amenaza con amargarnos la entrada del otoño y no son precisamente días claros y luminosos los que parecernos esperarnos a la vuelta del camino. Quizás esa es otra buena razón para agotar las posibilidades de la fiesta: la certidumbre de que el curso que se nos viene encima traerá malos vientos, y aún mayores dificultades para vivir en esta tierra.

Neblinoso verano de cielos grises y días moderadamente frescos. Poco tiempo por delante antes del regreso a la vida de todos los días. Quizás lo único que puede hacer el articulista, en un día como hoy, es invitar a disfrutarlo con buen ánimo. Después de todo, uno siempre ha tenido claro que la fiesta no es algo objetivo, no es un programa municipal ni una parafernalia de txosnas y barracas. La fiesta la lleva uno en sus ganas de disfrutarla. La fiesta es la voluntad de pasarlo bien por encima de las mayores o menores facilidades que para ello ponga el exterior. La fiesta, como la procesión, siempre va por dentro.

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