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Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

MADRID VISTO Y NO VISTO

En una calurosa tarde de julio, el autor redescubre la ciudad donde vive. Y evoca la que conoció en otro tiempo mientras conduce por inusuales avenidas sin tráfico.

Antonio Muñoz Molina

Voy conduciendo por un Madrid caliente y deshabitado una tarde de domingo, a finales de julio. La ciudad discurre ante mis ojos a una velocidad inusual, despejada, sin tráfico, con las avenidas más anchas y las perspectivas de los edificios más apaisadas, como sólo he podido o sabido verla algunas veces al regresar temprano de un viaje muy largo, en alguna mañana invernal de sábado o domingo, cuando Madrid parece todavía tan nueva e intacta como la sensación de estar de vuelta. También ahora, esta tarde, vuelvo de un viaje y me dispongo a emprender otro, vengo del mar y dentro de unas horas me marcharé al campo, y esa condición de recién llegado se añade a la provisionalidad de estancia y al vacío de las calles para hacerme ver Madrid como casi nunca la veo, limpia de atascos, de ruido y desorden, y también más invitadora, a pesar del calor, para mis ojos espabilados por la falta de costumbre.

Es raro que uno vea lo que tiene habitualmente delante de los ojos, la casa o la ciudad donde vive. Un personaje de Proust, que viaja en un coche de punto por París con la mujer de la que ahora sabe que está enamorado y a la que va a besar dentro de un instante, se inclina hacia ella y al mirar su cara piensa que está viéndola de verdad por última vez, que a partir de ahora los sobresaltos de la pasión, de los celos, del tedio, modificarán para siempre esas facciones, le inducirán a ver no lo que hay en ellas, sino lo que les superpongan su imaginación o su deseo, o simplemente el hábito de mirarlas todos los días.

Pero esta tarde yo sí tengo la sensación de ver Madrid, en mi viaje rápido, interrumpido de vez en cuando por semáforos en rojo y pasos de peatones un tanto fantasmales por los que no cruza nadie. Veo el Madrid de estos minutos presentes y también, con una simultaneidad de transparencia cinematográfica, o de dioramas sucesivos en una función de ópera, pasajes del Madrid que he conocido en otros tiempos, en los diversos pasados que ya guardo de la ciudad, o de un Madrid de la literatura, o del tiempo anterior a mi vida. Como en algunas caras que nos acompañan siempre, igual con su ausencia que con su presencia, lo que ven los ojos en la ciudad son paisajes del tiempo. Ayuda a esta sensación que aún me dura el efecto agridulce de una despedida, porque vengo de dejar a mis hijos en la estación de autobuses subterránea de la avenida de América, y en las despedidas siempre cruza uno la frontera trémula no entre el pasado y el presente, sino entre el hace unos minutos y el ahora mismo, y eso provoca una agitación interior que seguramente nos vuelve más vulnerables, o más perceptivos, a las texturas diversas de la memoria, como a las diferencias de temperatura y de densidad de las corrientes en el agua donde empezamos a nadar.

El que se queda solo después de una despedida parece que despierta de pronto y que ahora sí ve, o ve con otros ojos, el trayecto inverso por el que se aleja del lugar del adiós. Yo he vuelto a subir al coche, ahora vacío, en la avenida de América, y al mirar hacia el norte, en dirección a la salida hacia el aeropuerto, he visto el edificio donde vivían Dolly y Juan Carlos Onetti, donde él murió hace ya ocho años, donde yo lo visité una vez, en un pasado que ahora parece lejanísimo. Ahora hay una placa en la fachada que recuerda la vida enclaustrada de Onetti en el último piso de ese edificio. La vi hace unos meses, cuando vine a visitar a Dolly, que había regresado al apartamento después de una larga estancia en Buenos Aires. Me pregunté qué habría sentido ella al abrir la puerta y reconocer viejos olores familiares aún presentes tras el olor a cerrado. Podía habérselo preguntado a ella, pero no lo hice. Tomamos un té, en la salita con las estanterías donde permanecen los libros de Onetti, tantas de sus queridas y manoseadas novelas policiacas, y por la terraza abierta subía hasta nosotros no muy amortiguado el ruido del tráfico. Desde esa altura, en esa zona de la ciudad, Madrid podía ser una ciudad cualquiera, de no ser porque enseguida venía a la memoria el cuadro que Antonio López pasó varios años pintado en alguna terraza cercana. Visto y no visto: tras la ventana por la que Onetti seguramente no miró en los últimos años de su vida yo reconocía la ciudad porque tenía en la mirada el recuerdo de la mirada de un pintor.

El nombre de la calle estrecha y común por la que de doblado sin fijarme mucho me hace verla con los ojos más perspicaces del recuerdo. Esa calle ya no es la misma porque en el letrero de la esquina he visto que es la calle Cartagena, y ahora a donde vuelvo, como si en vez de un coche condujera al azar una máquina del tiempo, es a una ciudad de otra época y a la vida de alguien que lleva mi mismo nombre -pero también la calle se llama igual, y es otra- y que, sin embargo, es un casi adolescente en el que difícilmente me podría reconocer. Seguramente los recuerdos de la infancia, de la adolescencia, de la primera juventud, se van modificando según los hijos alcanzan esas edades. La identidad retrospectiva, que antes nos parecía tan precisa, tan singular, tan nuestra, ahora se desdibuja en presencia del niño o del muchacho que vive de verdad en esos años. En las aceras estrechas, en las persianas metálicas de los bares cerrados de la calle Cartagena, por donde anduve tantas veces en 1974, ya me cuesta imaginar con algo de verosimilitud al adolescente pobretón y aturdido que yo era entonces: más cerca que yo estará de él Antonio, que tiene 19 años, o Miguel, que dentro de unos meses cumplirá los 18 que yo tenía en los meses de mi primera y breve vida en Madrid, cuando venía a una casa de la calle Cartagena a visitar a mi amigo y mentor Ramón Rubio Romero, que me invitaba por estos bares a raciones y a cañas y al mismo tiempo que me aliviaba la penuria y la soledad me contaba proyectos magníficos de conspiraciones contra Franco que sólo existían en su imaginación.

De visita en casa de Ramón, en esa casa que ahora no sé identificar entre los portales de la calle Cartagena, escuché en la radio, a finales de septiembre de 1975, que se habían cumplido las últimas cinco penas de muerte firmadas por la mano cadavérica, temblona y punitiva del general Franco, la mano de momia que unos días más tarde se agitó por última vez ante una multitud en la plaza de Oriente. No sé recordar cómo sería ese Madrid del otoño del 75, aunque en la imaginación lo veo grisáceo, con un gris de tarde nublada y sin lluvia y de telediario en blanco y negro.

Un bocinazo a mis espaldas me provoca un repullo de conductor novato: me doy cuenta de que hace un segundo se ha puesto en verde el semáforo, con ese mismo retraso brevísimo en el procesado de una percepción que hace que uno tarde un instante en reconocer y descifrar el sonido de una palabra extranjera. Detrás de mí, en la ciudad tranquila y vacía, ya hay, sin embargo, un conductor irritado que se encrespa por mi distracción. Cuando ya llevaba muchos años viviendo en otra ciudad y sólo venía a Madrid por algún motivo laboral y luego para cumplir velozmente algún compromiso literario, me chocaba mucho la áspera velocidad con la que me parecía que estaba sucediendo todo a mi alrededor, el agobio de los taxis, las citas y las distancias, la sequedad terminante con que se emitían juicios, se descartaban libros o personas. Poco a poco, sin embargo, sin darme mucha cuenta, fui descubriendo otra ciudad, otros ritmos posibles para vivir en ella, una ciudad más diurna que noctámbula, con una calma vecinal de calle de barrio y tienda antigua de ultramarinos. Madrid ya no era la capital turbulenta que uno cruzaba en taxi sin saber a dónde iba y en la que a veces la noche se prolongaba en una furia turbia de copas y extenuadoras disputas literarias, y terminaba a deshoras en una habitación de hotel, con resaca y hedor de tabaco en la ropa.

La ciudad a la que volví para quedarme se parecía a la que se extiende ahora delante de mí, según bajo por la anchura espléndida de Ortega y Gasset y giro en la plaza del Marqués de Salamanca para encaminarme hacia Príncipe de Vergara y las proximidades del Retiro: una ciudad entre verdadera y soñada, con recuerdos de un pasado liberal y republicano, con un aire de libertad desahogada y posible, de perdurada vida popular, a pesar del castigo al que fue sometida por su resistencia en la guerra y de la larga barbarie de la especulación franquista, del abandono torpe y chapucero de ahora. Pasando por la Castellana me viene a la memoria la impresión que esta avenida le hizo al joven Josep Pla, en su viaje de 1921, cuando era una espléndida sucesión de palacetes blancos, jardines, arboledas. Por las calles anchas de este Madrid intemporal de finales de julio me acuerdo de mi Madrid recobrado hace diez años, que se parece al que imaginé que descubriría en vísperas de mi primer viaje. Me acuerdo de una terraza alta, la de un piso alquilado junto a la puerta de Toledo, que daba a las lejanías del sur y del este, y de nuestras caminatas por el Rastro, la calle de Toledo, los alrededores de la plaza Mayor, siguiendo los pasos de Fortunata, de Juanito Santa Cruz, del charlatán Plácido Estupiñá, descubriendo tabernas, callejones perdidos, plazuelas súbitas con zaguanes abiertos y ropa en los balcones, inventando una nueva ciudad al mismo tiempo que nos inventábamos otra vida.

En el Rastro madrileño es posible encontrar todo tipo de artefactos y antigüedades.
En el Rastro madrileño es posible encontrar todo tipo de artefactos y antigüedades.SANTI BURGOS

Madrid, en sus libros

Autores de diversas épocas y procedencias han dedicado sus páginas a Madrid. Impresiones de viajeros del siglo XVII como sir Richard Wynn, que acompañó en 1623 al príncipe de Gales y al duque de Buckingham para la petición de mano de la hermana de Felipe IV -un episodio que recoge Pérez Reverte en El capitán Alatriste-, o la francesa Madame d'Aulnoy, y obras de escritores y cronistas nacidos en Madrid o adoptados por la ciudad como Baroja, Galdós, Mesonero Romanos, Gómez de la Serna y Azorín.

Biblioteca básica
Azorín.
Madrid. Editorial Biblioteca Nueva, 1997. 45,08 euros.
Ramón Gómez de la Serna. Descubrimiento de Madrid. Cátedra, 1993. 5,30 euros.
Santos Juliá, David Ringrose y Cristina Segura. Madrid. Historia de una capital. Alianza, 2000. 10.95 euros.
Ramón Mesonero Romanos. El antiguo Madrid. Paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta villa. Ediciones Al y Mar, 1997. 23,44 euros.
Virgilio Pinto y Santos Madrazo. Madrid. Atlas histórico de la ciudad. Lunwerg, 2001. 59,20 euros.
Hugh Thomas. Madrid. Una antología para el viajero. Grijalbo, 1988. 23,05 euros.

Obras de ficción
Ignacio Aldecoa.
Los pájaros de Baden-Baden Cuentos Completos). Alfaguara, 1995. 19,83 euros; Alianza, 1999 (I y II). 9,25 euros cada volumen.
Pío Baroja. Las noches del Buen Retiro. Tusquets, 1999. 6,95 euros.
Camilo José Cela. La colmena. Alianza, 1998. 6,15 euros.
Luis Martín-Santos. Tiempo de silencio. Seix-Barral, 1999. 9,25 euros.
Antonio Muñoz Molina. Los misterios de Madrid. Seix-Barral, 2000. 9,02 euros.
Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta (I y II). Alianza, 2002. 10,95 euros cada volumen.
Francisco Umbral. Trilogía de Madrid. Planeta, 1999. 528 páginas. 17,50 euros.

ISIDORO MERINO

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