Para Jerome, con amor y sordidez
Con un '... con todas sus f-a-c-u-l-t-a-d-e-s intactas' concluye Para Esmé, con amor y sordidez -acaso el mejor cuento de Jerome David Salinger- a la hora de narrar una personalidad fragmentada de la mejor manera posible. Está claro -así lo delata ese traumático deletreo final-que el soldado protagonista no ha salido indemne del asunto.
Igual síntoma se observa en todos aquellos que se atreven a investigar y contar la vida de este escritor dueño de cuatro pequeños inmensos libros (una novela de 1951 considerada todavía hoy la biblia del adolescente disfuncional así como el mejor manual de instrucciones para magnicidas, y la saga en relatos de los prodigios prodigiosos Glass) y ejecutor de la desaparición más exitosa y prolongada de la que se tenga memoria. Con modales que van de Greta Garbo a Howard Hughes, desde hace más de cuarenta años Salinger guarda el más hermético de los silencios en su búnker de New Hampshire. Los más optimistas sueñan con miles de páginas inéditas que verán la luz luego de la muerte de este artista que ha venido desarrollando una suerte de bushido artístico: vivir muerto respondiendo sólo a los dictámenes de una fuerza superior y, fundamentalmente, privada. Los más oportunistas publican libros baratos sobre alguien que no publica pero sigue cobrando buenos royalties. Biografías apresuradas y huecas -como la firmada por Paul Alexander en 1999- que no hacen más que proyectar nuevas sombras sobre la misma sombra de siempre.
EL GUARDIÁN DE LOS SUEÑOS
Margaret A. Salinger Traducción de Laura Fernández Farhall Debate. Madrid, 2002 442 páginas. 20 euros
Y están los otros. Los que se acercaron demasiado al sol y cayeron para contarlo, los sobrevivientes, los veteranos de la guerra contra el samurái, los biógrafos que nos presentan su testimonio, también, 'con todas las f-a-c-u-l-t-a-d-e-s intactas'. Es decir: los que salieron muy lastimados. Tal fue el caso del profesional de las vidas ajenas Ian Hamilton, con su En busca de J. D. Salinger, en 1988, o de la ex novia Joyce Maynard, con Mi vida, en 1998. Libros rebosantes de rencor y furia ante un Dios que siempre abandona, un ovni que nunca se hace tiempo y espacio para abducirlos otra vez. Son libros frustrados que cuentan la historia de una frustración y que saben que la verdad no está ahí fuera, en sus páginas, sino ahí dentro de ese Expediente X que acaba de cumplir 83 años.
Ahora, El guardián de los
sueños insiste en esta patología -como los anteriores, el libro empieza amando al héroe para acabar odiando al villano- con un importante y más que atendible valor agregado: la autora es la hija del ogro. Y, más allá del morbo de saberla carne de su carne y tinta de su tinta, Margaret A. Salinger cuenta con una impresionante cantidad de nueva información de primera mano -que va de la nimiedad doméstica y esclarecedora al episodio escalofriante y portentoso- además de fotos a las que el salingeriano no podrá evitar volver una y otra vez para preguntarse de qué se estará riendo ese joven escritor o ese anciano profeta. Así las dos primeras terceras partes del libro -con una prosa funcional y sin las pretensiones épicas y masturbatorias de Maynard- se benefician y nos recompensan con un Salinger de cerca. El resto de El guardián de los sueños muestra a una hija de Salinger cada vez más parecida a una lectora de Salinger: muchas preguntas, pocas respuestas y ganas de más. Entonces los encantos del asunto se diluyen cuando la autora parece sucumbir a la salingeriana tentación de, no teniendo más que decir del autor de sus días, empezar a hablar demasiado de sí misma olvidando que no es ella, ni nunca lo será, el motivo por el que alguien abre este libro.
Desde el día del Gran Silencio -que amenazó con quebrarse en 1997 ante la inminente pero nunca concretada edición en forma de libro de la nouvelle 'Hapworth 16, 1924'- lo cierto es que leemos libros sobre Salinger a falta de libros de Salinger. Y tal vez exactamente eso sea lo que pone los nervios de punta a biógrafos, novias, hijas, adoradores y, finalmente, lectores fascinados por su genio singular y tantas veces mal imitado.
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