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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Final de un idilio

Las relaciones privilegiadas entre EE UU y Arabia Saudí nunca se han basado en compartir valores, sino en compartir intereses. Riad ha cumplido el papel histórico de garantizar petróleo abundante y barato, y Washington ha pagado con su protección a un régimen feudal y corrupto. El escenario comenzó a cambiar a partir del 11-S, cuando se descubrió que 15 de los 19 terroristas tenían pasaporte saudí.

Ahora, familiares de las víctimas de los atentados han demandado por un billón de dólares a bancos saudíes, miembros de la familia real y organizaciones caritativas por su supuesto apoyo y financiación del terrorismo islamista. El pleito ha sido el toque de clarín para convertir en estampida lo que venía haciéndose calladamente desde hace meses: la retirada de bancos estadounidenses de cantidades ingentes de dinero saudí, entre 100.000 y 200.000 millones de dólares; se supone que hay depósitos por otros 400.000.

La tensión con el otrora fiel aliado árabe es alentada por miembros influyentes del círculo íntimo de Bush y adquirió carta de naturaleza pública el mes pasado, cuando ante varios altos asesores del Pentágono se presentó a Riad como un declarado enemigo de Washington por sus vínculos con el extremismo. La filtración provocó inmediatas rectificaciones gubernamentales, pero los acontecimientos se aceleran. Arabia Saudí anunciaba formalmente este mes que no permitirá que EE UU ataque a Irak desde su territorio, donde Washington mantiene importantes instalaciones militares.

EE UU no se ha caracterizado por estimular la democracia en el mundo árabe; ha preferido alinearse con regímenes impresentables, so capa de intereses económicos o estratégicos. En el caso saudí, y hasta el 11 de septiembre pasado, ha cerrado los ojos a lo obvio: que Riad ha alentado y exportado doctrinalmente una versión destructiva y fanática del islam, el wahhabismo, que nunca habría pasado de ser una secta marginal sin la Casa de Saud y el ilimitado dinero del petróleo.

El progresivo distanciamiento de los dos países incluye el soterrado convencimiento estadounidense de que el crudo saudí no tiene por qué seguir siendo la sangre fundamental de sus arterias industriales; ni sus bases, decisivas para atacar Bagdad. Las alternativas al petróleo estarían en el idilio con Rusia, en Asia Central y un eventual Irak post-Sadam. Las estratégicas descansarían en otros países del Golfo ya reforzados. La última palabra, sin embargo, no está dicha. Riad puede considerar que la protección de Washington en un mundo tan turbulento bien vale un lavado de cara. Y Bush quizá recapacite sobre la conveniencia de perder un acomodaticio aliado en los difíciles tiempos que se avecinan.

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