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Crónica:VIAJERO EN ANTIPATILANDIA (3) | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

La incursión manchega

La España interior. La auténtica. Resistente como el granito. Sincera hasta la médula. Donde llaman al pan, pan, y al vino, vino. ¿Qué importaba que los manchegos tuvieran fama de ariscos y algo rudos cuando ya formaban parte de un nuevo país llamado Antipatilandia? Antes se les consideraba una excepción. Ahora se sumaron a la regla.

Deseaba, no obstante, perderme en las llanuras silenciosas de La Mancha. Imaginaba la paz de sus campos y de sus pueblos. Noches sin ruidos. Amaneceres con el canto del gallo. Habitantes con nombres novelescos: Alonso, Sancho, Dulcinea. Una maravilla.

La gran bronca

El secretario del Ayuntamiento confirma mis sospechas: el problema del tráfico es grave. Motos, coches y vertidos incontrolados forman una diabólica trinidad
La nueva ruta desembocaba en escenarios igualmente terroríficos donde los conductores y los peatones se embestían, increpaban y gritaban mutuamente
Los ciudadanos, hasta ese instante enzarzados entre sí, se pusieron de acuerdo para insultarme. Ahora, el enemigo y causante de todos sus males era yo

Ya silbaba y canturreaba de contento por la N-430 en dirección a Albacete cuando, de pronto, me vi atrapado en la hecatombre del tráfico de la avenida del Capitán Cortés. La realidad dio al traste con mis ensoñaciones. Ante mis ojos, grupos de demenciales lugareños sorteaban vehículos como si fueran fugitivos de un manicomio, locos por saltar la medianera metálica de esa avenida para ser arrollados por sus congéneres que, sentados al volante de sus coches, pitaban, aceleraban y frenaban espantando a los peatones. El espectáculo era macabro y espeluznante. ¿De qué parte debía ponerme? ¿Del lado de los suicidas o del lado de los asesinos?

Me desvié por la primera indicación que señalaba el centro de la ciudad. Pero la nueva ruta desembocaba en escenarios igualmente terroríficos donde los conductores y los peatones se embestían, increpaban y gritaban mutuamente en pasos de cebra, semáforos o en cualquier sitio y por cualquier motivo. Era una guerra sin cuartel.

Hice un alto para preguntar, sin bajar de mi coche, dónde había un aparcamiento que me librara del infierno. Pero dos segundos de retención desataron la gran bronca. Los ciudadanos hasta ese instante enzarzados entre sí, se pusieron de acuerdo para insultarme. Ahora, el enemigo y causante de todos sus males era yo, aunque alguien, compasivamente, me gritó que huyera al parking de la plaza de La Mancha. Con las ventanillas cerradas y los seguros de las puertas echados, me puse a dar vueltas y más vueltas por Albacete a la búsqueda de ese aparcamiento que finalmente apareció. Allí ondeé bandera blanca y me metí como en un refugio durante el bombardeo hasta la última planta. Ya estaba a salvo. Aparté mis manos de las orejas. Me enjugué el sudor. Intenté sosegarme. 'Tranquilo', me dije, 'estás en el corazón de La Mancha, llegaste en mal momento, no te desmoralices ni te entregues a la taquicardia'. A continuación me asomé cautelosamente por el vomitorio para observar el curso de aquel conflicto armado. Pero ahora, inesperadamente, los cañonazos habían cesado. Los carros de combate habían desaparecido. '¿Se habrán matado todos?', pensé. '¿Habrán firmado un armisticio con la mediación de Bono? ¿O tal vez se tratará de una breve tregua para irse a comer y reponer fuerzas a base de morteruelo, gazpacho, pisto o migas del pastor?'. Miré el reloj y, en efecto, ya era la sagrada hora de la manducatoria.

En la oficina de información, en la Posada del Rosario, estaban a punto de cerrar, pero todavía me atendieron. Pregunté si había algún tour de la ciudad en autobús. O, en su defecto, coches de caballos. O, en última instancia, carromatos de los que arrastran al rebaño turístico como niños en un parque de atracciones. Y me dijeron que no. Nada de eso existía porque tampoco existían los turistas. Y si a ésos les diera por venir a Albacete, ¿dónde se meterían los albaceteños que ya no caben por las calles, que siempre están en las calles, haga frío o calor?Como no sabía qué hacer ni dónde meterme, me colé en el Casino Primitivo, a ver qué se ofrecía allí, pero los tres únicos socios a los que hubiera preguntado algo dormitaban en sillones de piel y era una pena despertarlos. No obstante, uno de ellos abrió un ojo y me miró sin decir ni buenas. Otro se quitó un hilillo de baba de la boca sin ninguna emoción, y continuó roncando. Les hice adiós con la mano y busqué la salida a la calle, que era puro fuego y se derretía al sol.

Motorista despendolado

Con un bote de coca-cola en una mano y un pañuelo en la otra, recorrí varias calles en obras y maté el tiempo lo mejor que pude hasta que las famosas cuchillerías abrieran sus negocios al público. Había oído decir que no se debe abandonar Albacete sin comprar antes una típica navaja fabricada en cualquiera de las setenta industrias locales. Ya me veía, pues, empuñando una daga o un sable, un machete o un cuchillo de monte, un estilete o una navaja capadora.

En la calle de Tesifonte Gallego, casi al lado de un Pro-Novias, había cuchillerías bien abastecidas. En una, su dependiente desplegó sus mejores armas blancas. Quería endilgarme un puñalón monstruoso de casi medio metro con mango de cuerno quemado. Pero yo lo paré en seco: 'Sólo necesito un cortauñas', dije. Porque bien mirado, pensaba yo, lo que menos falta me hacía era esgrimir hierros afilados y agresivos en un atasco.

Por si acaso, cuando se reanudó la guerra vespertina, ya me encontraba a varios kilómetros del frente. Divisé el pueblo de Chinchilla, que, en lo alto de una colina recientemente quemada, parecía otra cosa a pesar de hallarse próximo a un circuito de velocidad. Con sumo cuidado subí por sus empinadas y angostas callejuelas flanqueadas de casonas con escudos y blasones nobiliarios, y pensé que me adentraba en un remanso de paz. Pero de pronto se me echó encima un motorista despendolado al que casi me puse por montera. No llevaba casco tal vez por falta de cabeza y de cerebro. El joven hizo una mueca beatífica, una medio sonrisa parecida a la de un moribundo preagónico. Soltó pese a todo una fuerte pedorreta y giró sobre su propio sillín para ascender la pendiente con más brío. Ya en la plaza, se reunió con amigos todos ellos a lomos de sus rugientes motocicletas. Chinchilla mostraba sus colmillos por los tubos de escape.

Para evitar desgracias irreparables, me deshice del coche en un barranco y me dirigí, ahora a pie, a la iglesia parroquial con la esperanza de que los motoristas no entraran con sus máquinas. Pero faltó poco, pues parecían ser los únicos amos del pueblo.

Poco despues comprendí que en Chinchilla es preferible caerse por uno mismo antes de que te tiren y pasen por encima los bárbaros del manillar.

El secretario del Ayuntamiento confirmaría mis sospechas. En efecto, el problema del tráfico era grave. Las motos, los coches y los vertidos incontrolados formaban una diabólica trinidad, casi una maldición. La esposa del secretario del Ayuntamiento trabajaba en urgencias del hospital de Albacete y estaba horrorizada por las cifras de accidentes y la gravedad de los mismos. ¿Qué se podía hacer? 'Muy poco', dijo el alcalde, Martínez Correoso, 'porque si les quitas a los chavales la moto o a los mayores el coche, aquí se arma la revolución'.

Así que lo mejor era despedirse de este lugar cuanto antes. Y lo hice convencido de que la solución del problema nunca sería política, sino funeraria. Que el remedio es la enfermedad. Y que a medida que aumente la cifra de muertos, descenderá la del parque motorizado. Triste, pero es así.

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